Oh, tempora…

Por María del Carmen Rivero Quinto.

Para Mariano, por tu amor al fin.

Or perhaps it’s the same paradox again:
the history that happens underneath our noses
ought to be the clearest, and yet it’s the most deliquescent.
We live in time, it bounds us and defines us,
and time is supposed to measure history, isn’t it?
But if we can’t understand time,
can’t grasp its mysteries of pace and progress,
what chance do we have with history –even our own small,
personal, largely undocumented piece of it?

Julian Barnes. The Sense of and Ending

En esta ocasión, quiero hablar del tiempo, Ianvs, una de las dos coordenadas fundamentales tanto para la historia como para la literatura, a raíz de una de las emociones que más lo ralentizan, lo agilizan e incluso lo agotan; pero no permitas, dios de los instantes, que romantice o caiga en la cursilería, que me olvide de los peligrosos efectos de ese sentimiento que nos hacen sentir eternos y olvidar que hasta el amor se acaba. Ahora no fue el editor quien me sugirió el tema, fuiste tú. “Escribe algo sobre Cronos, el dios que nos ha engendrado para devorarnos”, me sugeriste hace unos meses (¿o fue hace años o en otra vida?), cuando el tiempo de esta historia aún no corría hacia lo que permanece como su desconocida desembocadura.

Elegí a Ianvs para nombrar esta columna dedicada a reflexionar sobre historia y literatura porque tu cualidad de dios es atemporal, pues no tienes nada que ver con el tiempo tú, que habitas en el umbral, en el espacio indeterminado en el que todo y nada suceden. Con tu rostro bifronte, miras de manera simultánea lo que fue, lo que es y lo que será. Paradójicamente, todo lo que acontece en el tiempo, en su transcurso, es de tu conocimiento, aunque en tu esencia divina todo ello te sea indiferente.

Ah, Ianvs, tú miras con una doble mueca sardónica en tu rostro bifronte cómo los historiadores se las ingenian para estudiar eso que llamamos pasado y que tú conoces desde antes de que existiera. La parte de tu rostro de viejo sabio mira cómo los historiadores, para poner orden a la sucesión de lo ocurrido, hacen cortes, aunque éstos no se reducen a lo secuencialmente cronológico. Estos cortes expresan algunos de los epítomes que te caracterizan, dios de todos los instantes, transición, viraje, ruptura y hasta contradicción respecto a la sociedad y los valores precedentes. A pesar de ello, estos periodos significan en su sucesión y en la ruptura generando lo que podrían llamarse relaciones históricas, Jacques Le Goff dixit.

Por eso, Ianvs, tú serías el narrador ideal o, mejor, todo narrador (historiador o literato) debería invocarte porque tú enseñaste a recitar y santificar el inicio de cualquier acción, esto es, el inicio de un conteo temporal, ya que la acción está caracterizada por el tiempo. Recuérdese que, en los Fastos, Ovidio reproduce las palabras que tú le dictas: “Todo depende del comienzo”, en alusión a la enorme importancia que tenía para los romanos antiguos el buen inicio de una empresa fáctica o personal, es decir, simbólica.

Sea la literatura la que explique, en voz del personaje homónimo de Witold Gombrowicz, el conflicto del tiempo y su relación con la historia, en tanto ciencia del pasado y suceso:

No sé cómo contar esto... esta historia... pues tengo que contar todo a posteriori. [...] Pero, ¿cómo relatar algo si no es a posteriori? ¿Es que realmente no se puede expresar nada en el momento de su nacimiento, cuando se trata aún de algo anónimo? ¿Es que nunca nadie será capaz de transmitir el balbuceo del momento que nace? ¿Por qué razón si hemos salido del caos no podemos nunca entrar en contacto con él? (1982, p. 35).

El personaje del escritor polaco, ante un suceso de lo más extraño (no adelanto detalles), se pregunta por una relación intrínseca entre acción y tiempo, se pregunta por qué estamos condicionados a relatar cualquier suceso luego de que éste ha sucedido y regresar al caos, al orden primigenio de todo, sería imposible porque hemos pactado con o sucumbido ante Cronos, dios primigenio de las edades. Si el historiador trabaja situado en el después, ¿cómo pone el compás del ritmo de una época si no estuvo ahí?, ¿cuáles son sus criterios para nombrar a un periodo?

Según Paul Ricoeur, existen dos tiempos, el tiempo del relato y el tiempo histórico. Los formalistas rusos, a decir de Tzvetan Todorov, veían en la deformación temporal el único rasgo del discurso literario que lo distinguía del de la historia, condicionado por su necesidad de continuidad, lo que enfatiza su lógica de verídico.

A decir del historiador francés Jacques Le Goff, cortar la historia en rebanadas no es un acto fortuito, sino que la periodización ayuda, curiosamente, a controlar el tiempo, a hacer una especie de cosmos temporal. Es un acto complejo “a la vez cargado de subjetividad y de esfuerzo por producir un resultado aceptable para la gran mayoría” (2019, p. 13). Si el tiempo se puede (y se debe) dividir, Le Goff dixit, deberíamos pensar cuál es su estructura, ¿cuál es su trazo? ¿Lineal, ascendente, cíclico, elíptico, progresivo, retroprogresivo?

El tiempo de la historia responde al avance social y está determinado por cambios bruscos, conflictos, lucha de clases que marcan el pulso de algo que impacta en la colectividad como por ejemplo el desplome de las Torres Gemelas, recién iniciado el mesiánico año 2000. Ahora, el Ground Zero, como se le conoce al abismo que dejaron ambos edificios, es una invitación al vacío, David Miklos dixit, y un marcador, una nomenclatura para denominar al siglo XXI.

En este sentido, la novela histórica, dirá Georg Lukács, en el siglo anterior, seguiría el cauce de este flujo, del flujo de la temporalidad histórica, pues este tipo de relato, a decir del teórico húngaro, surge de las coyunturas, de los momentos de crisis social, mientras que, desde la perspectiva de Marcel Proust, para la novela de inicios del siglo XX, uno es el tiempo percibido y otro aquel consumido por los recuerdos.

El tiempo es relativo. Curioso que la historia, tan rigurosa y exacta, haga de su objeto a esa cosa tan escurridiza y abstracta, a ese invento cuyo peso nos aniquila en años, en signos de desgaste que constatan su poder, en corrupción, en decadencia, en olvido, en muerte. El tiempo es una de las dos coordenadas fundamentales de la historia. Sin embargo, una cosa es el tiempo y otra, la historia que hace del tiempo (en especial el pasado) su objeto de estudio, y ahí está la paradoja. ¿La historia se escribe o la historia se hace?

         ¿Quién pone los nombres al tiempo? Se habla de la época de oro del cine mexicano, por ejemplo, o de la época isabelina, del romanticismo o del mundo moderno y se puede decir que, en efecto, a través de la lente de El Indio Fernández se conoce el yermo revolucionario del México de los años 30 o 40 del siglo XX. La historia inglesa tuvo su esplendor en los años de 1600 con Isabel I y Jacobo I, con la bonanza económica, cultural y social, con el triunfo sobre la Armada Invencible, la estabilidad después del estallido protestante y el fulgor del teatro shakesperiano.

El siglo XIX se revistió de tormenta y pasión, para traducir la expresión alemana con la que se nombra a este momento en el tiempo, el momento de los nacionalismos y del spleen, de la novela por entregas y de las flores malsanas baudelerianas, de la pintura de Ocaranza y la independencia de varias colonias españolas en el continente americano, México una de las primeras, influidas, según apreciaciones de los historiadores, por el pensamiento liberal.

Pero no fueron los hombres de esos momentos los que consciente o intencionadamente nombraron a sus épocas con los motes que he mencionado, y aquí regresamos al conflicto de Witold sobre la imposibilidad de nombrar algo en el instante de su surgimiento. La figura del historiador, al menos de aquel formado en una academia, es bastante tardía y, sin embargo, fueron esos hombres tardíos quienes a posteriori, como lamenta Witold, nombraron a la época moderna con sus matices temporales, por supuesto, pues para algunos historiadores ésta comienza con la toma de la Bastilla, para otros, mucho antes con la industrialización de las ciudades y para otros hombres (que no son de formación historiadores, sino filósofos o sociólogos) la modernidad aún no ha terminado.

Inventamos el tiempo para poner orden, para controlar y pretender que entendemos, ¡qué engreídos, Ianvs!, la marea incesante de sucesos y cambios que escapan de nuestras manos maniatadas por la esencia de lo humano, la corrupción, el desgaste, la culminación. Cegados por nuestra necedad sostenemos que el tiempo nos aleja del caos, el orden primigenio del que hablan los mitos y que las ficciones pretenden recuperar, y fingimos que aquél nos permite construir falsos cosmos cuya quimérica encantación obnubila nuestra conciencia de finitud.

Otra es la lógica del pensamiento oriental, en especial del hinduista. En palabras del enorme Alain Daniélou, “El tiempo no es más que una ilusión, una aparente sucesión de momentos en el transcurso de un viaje que realizan los seres en el eterno presente en el que todos los momentos de la vida coexisten en el substrato divino y maravilloso de la eternidad” (2007, p. 11). Es decir, para las sociedades que fueron ahistóricas, el tiempo no era.

En otro texto, Daniélou insiste: “El tiempo sólo existe en una forma latente que podemos denominar eternidad, pues no tiene medida ni duración, antes ni después. Un instante no es, en sí mismo, más largo o más corto que un siglo si no es en relación con su elemento de conciencia que permita delimitar su dirección y medir su duración” (2012, p. 27).

El tiempo y la historia no son continuos, comparten un elemento, el cambio. Éste evidencia que el tiempo avanza, que no permanecemos estáticos e iguales y es, a la vez, lo que explica la función de la historia respecto al tiempo. El cambio es lo que fractura o altera el devenir y lo que posibilita que la historia haga marcas que indican que algo atípico ha pasado.

Los relatos literarios pretenden capturar el tiempo o retornar al instante en que éste empezó a correr, es decir, al origen, con cláusulas que aspiran a la eternidad de la que habla Daniélou. “Había una vez…” o “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”, el “hace mucho tiempo”, o el “cierto día, es decir, en aquel preciso día en que ocurrieron todas las historias”.

Hay, lo he mencionado en otra columna, un tiempo que se antepone a los tiempos histórico y ficcional, el tiempo mítico, tu tiempo, Ianvs, (y en el que a ti tanto te gusta pensar) atemporal, ahistórico, eterno, el que siempre fue, siempre es y siempre será, el que habla de algo que pasó una sola vez, pero que seguirá siendo gracias al rito (esto lo aprendí de ti, de escucharte esclarecer hasta el párrafo más oscuro): “En aquel tiempo…” o “En el principio era…” o “La historia comienza en el cielo…” o en el útero o en una cueva o, mejor, en tu mirada.

La historia, en cambio, dicta al tiempo así: “En el año del Señor…” o “En el reinado de…”. El tiempo de la historia es lineal, es el tiempo de la muerte, de lo que se termina, habla de algo que pasó una sola vez y de un solo modo. El narrador de una ficción, en cambio, puede hacer del tiempo algo que nunca termina, puede alterar los pulsos, digamos, puede hacer el relato iterativo, puede pausarlo, suprimirlo, iniciar in media res, en medio del asunto o cuando éste ya está sucediendo, puede adelantar lo que aún no sucede o bien, retroceder lo que sería la contextualización para la historia.

Annie Ernaux, premio Nobel de Literatura, dice que el tiempo de la escritura nada tiene que ver con el de la pasión. Tal vez tiene razón, el tiempo de la pasión es el tiempo de la vivencia, de la experimentación de las emociones y, por tanto, de lo efímero. El tiempo de la escritura es el de la rememoración, la evocación, el que apresa el instante que se ha experimentado, el que busca el pacto fáustico, la añoranza proustiana, aunque visto así, escritura y pasión sincronizarían sus tiempos en el pulso de la pluma y el pulso del acontecimiento.

No es el tiempo, sino lo que se hace en el instante. Es el momento. Es ahora. El tiempo no es mucho ni poco, ni si quiera es tiempo cuando estoy contigo. Así es que no lo responsabilicemos de la insuficiencia que sentimos. Mi corazón fue tuyo hace diez años y luego hace cinco y luego esta noche y todas las que vendrán. El tiempo se pierde más con lo que se precipita, escribí para ti en la columna anterior. No perdamos más el tiempo y hagamos con él la coordenada de nuestra historia.

¿Por qué no fue antes? Es una pregunta necia.
¿Qué pasará con nosotros? Es una pregunta incierta.
¿Qué somos? Un enigma seductor cuya respuesta es ahora.

Fuentes citadas

Daniélou. A. El camino del laberinto. Kairós, 2007.
––––– Mientras juegan los dioses. Atalanta, 2012.
Le Goff, J. ¿Realmente es necesario cortar la historia en rebanadas? FCE, 2019.
Gombrowicz, W. Cosmos. Seix Barral, 1982.

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