BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE: LA INUTILIDAD DEL ESFUERZO HUMANO (UNA RESEÑA DE TANTAS)
Por Ángel Zerón:
Moby Dick (1851) es sin duda la obra más famosa del escritor estadounidense Herman Melville. Alabada (póstumamente) como una muestra prodigiosa de las letras del siglo XIX y, en general, de la literatura universal por la complejidad de su simbolismo dialéctico que estriba tanto en la eterna lucha metafísica del bien contra el mal como en una profunda introspección-proyección psicológica de las contradicciones humanas (aunque el autor sólo tenía la modesta intención de escribir una novela de aventuras a lo Stevenson o Salgari, subgénero muy popular en aquellos tiempos).
Melville jamás gozó de fama literaria en vida, y si no fuera porque los Popes de las letras inglesas salvaron a Moby Dick de caer en el olvido, pues fue un rotundo fracaso en ventas, posiblemente tampoco hubiéramos conocido otra de sus obras que, aunque pequeña en número de páginas pues se trata más bien de un cuento, es igual de inmensa que el cachalote albino, objeto de la obsesión del capitán Ahab.
Bartleby, el escribiente (Bartleby the Scrivener: A story of Wall Street) es un texto que fue publicado por primera vez en 1853 de forma anónima (es decir, dos años después de Moby Dick) para la revista Putnam’s Magazine. El cuento constó de dos entregas, noviembre y diciembre de ese año que pasó sin pena ni gloria en su momento, como toda la obra de Melville. Posteriormente, en 1856, fue incluido en una compilación del autor llamada The Piazza Tales con algunas modificaciones que se han mantenido en las ediciones posteriores.
¿Y DE QUÉ TRATA? ¿QUIÉN ES ESTE TAL BARTLEBY?
La premisa es aparentemente sencilla, pero ahí radica su genialidad, ya que Mellvile deja de lado todas las descripciones minuciosas y “barrocas” sobre la rocambolesca caza de cetáceos y opta mejor por un estilo de corte casual (intimista) que se anticipa a la narrativa del siglo XX sin sacrificar la riqueza y ambigüedad de sus elementos significativos, que tanto caracterizan su prosa, dotando la lectura de múltiples interpretaciones a pesar de la economía del lenguaje que exige el formato del cuento decimonónico.
El relato va de un excéntrico copista del cual apenas se sabe algo como, por ejemplo, que se llama Bartleby y, poco más, que es contratado por un abogado para transcribir diversos documentos legales en una pequeña oficina de Wall Street, pero que a los pocos días decide ya no volver a escribir jamás a pesar de su gran eficiencia. El abogado, que es el narrador testigo del relato, nos describe sus frustraciones ante la inercia casi lapidaria de su singular empleado, el cual hace caso omiso de cualquier petición (o rogativa, mejor dicho) bajo la críptica y lacónica frase «Preferiría no hacerlo».
La atmósfera del relato insinúa la falta de esperanza en sus primeras páginas, pero la predisposición psicológica se acentúa aún más cuando a Bartleby, «aquella figura, pálidamente pulcra, lastimosamente respetable, incorregiblemente desolada»,[1] se le asigna su lugar de trabajo: un escritorio en el segundo piso, pegado a una pequeña ventana lateral que da vista a un patio trasero aledaño al edificio contiguo y a una inmensa pared de ladrillos mugrientos donde la luz entra de forma precaria por el espacio que los separa. El conjunto Bartleby-oficina, que sería algo así como la infecta arquitectura emocional del espacio, se sobrepondrá a la cotidianidad vulgar de los demás personajes secundarios, los cuales son Turkey, un gentleman afable en las mañanas, pero que en las tardes se convierte en un impertinente Mr. Hyde; Nippers, que en las tardes es educado y servicial, pero en las mañanas un ser venal, truculento, altamente temperamental y con problemas gastrointestinales; y el pequeño Ginger Nut, que es un pan de dios con un futuro por delante; sin mencionar al escrupuloso abogado veterano torturado por el ascetismo irrevocable del copista.
La relación entre estos últimos marca la dinámica aparentemente absurda de toda la trama hasta sus últimas consecuencias, pues Bartleby es un ser inescrutable ante los ojos del abogado, quien, en su afán de querer ser comprensivo y buen cristiano, inicia una lucha interna consigo mismo, puesto que no sabe si lo aborrece o siente piedad de él, si le inspira actuar de buena fe o si en realidad quiere sobornarlo para alejarlo de su vida. Claudica muchas veces, pero a su vez se aferra a la causa perdida:
«[…] pero en ese momento, el vínculo que me unía a la vulgar humanidad me empujaba irresistiblemente a la depresión. ¡Una melancolía fraternal! Pues los dos, Bartleby y yo, éramos hijos de Adán»;[2] en contraposición: «Podía darle una limosna a su cuerpo, pero no era su cuerpo lo que le dolía; era su alma la que sufría […] entonces le daría un billete de veinte dólares como complemento a lo que le debiera, fuera lo que fuera, y le diría que ya no se requerían sus servicios»;[3] y nuevamente: «Pero pensé que resultaba prudente no despedirlo de inmediato».[4]
I WOULD PREFER NOT TO
Esta pequeña joya conmueve hasta los tuétanos. Escrita con una prosa clara y turbia a la vez, proyecta proféticamente el estado de alienación del hombre moderno frente a esa obsesión materialista que llamamos “progreso”, agobiado por un propósito real que justifique sus acciones antes de ser aplastado, ya no por el dedo de dios, sino por el engranaje del que es parte. Si esto suena familiar es porque este relato es la semilla rectora de toda una preocupación literaria y filosófica que nos atañe hasta hoy en día (o hasta que el hombre deje de ser hombre). Lo hemos visto en las paranoicas sentencias metafísicas de Kierkegaard marcadas por el salto de fe; en las inexorables parábolas de Kafka, en el Dasein oscuramente propuesto por Martin Heidegger, y, claro, cómo olvidar la semblanza que guarda con los héroes tanto del existencialismo como del absurdísimo de Sartre y Camus respectivamente.
Lo misteriosa y hasta cínica que pueda parecer la frase «Prefiero no hacerlo» («I would prefer not to»), que considero igual de enigmática, pero más contundente fonéticamente, connota una resistencia pasiva frente a la inutilidad de todo esfuerzo humano. Nuestro enternecedor copista es un fantasma que se resiste, es una sombra rebelde que se dispone a estar fuera de la vida, fuera del mundo, fuera de todo concepto, como un astro indiferente. Bartleby, el antihéroe de la inacción y discípulo en alma de Lao Tsé, nos ilumina con su aura de hielo hacia el camino del Tao:
«[…] ¿no va a volver a escribir?
—Nunca más
—¿Y cuál es la razón?
—Usted puede ver el motivo por sí mismo.»
La “razón”, que en realidad nos dice a nosotros como lectores, es que sencillamente no la hay. Somos seres teleológicos por naturaleza (o por ausencia), buscamos cualquier cosa en que aferrarnos para afianzar nuestra existencia, ya sea en el consumismo, en la religión, o en cualquier tipo de ideología que pretenda llevarnos a una supuesta verdad y que sirva a su vez como prótesis para seguir de pie. Pero el espectral copista nos dice sencillamente que no. No existe fundamento real, todo es inútil, no hay conexión con el universo, a los dioses indolentes se les olvidó asignarnos un propósito, pues así son de trágicamente olvidadizos. O quién sabe, a lo mejor todo sea un arranque causado por el estado anímico del autor, que tan duramente lo trato la vida. Podría ahondar más en detalle, pero preferiría no hacerlo.
Bibliografía
Melville, Herman. Bartleby, el escribiente. Trad. de María José Chuliá García. Madrid: Nórdica, 2019.
[1] Melville, Herman. Bartleby, el escribiente. Pag.33
[2] Idem. Pag. 61.
[3] Idem. Pag. 65-66.
[4] Idem. Pag. 72.