Coagula
Por Alejandro Martínez Jiménez:
La vida es un infierno cuando la indecisión de las personas profetiza demonios que son capaces de transformar la realidad de forma súbita, creando un sinfín de nuevas realidades, todas caóticas y dolorosas. La negligencia del hombre ante lo que debería tener bajo control, aunque sea efímera, crea mentiras crónicas que de vez en vez abren puertas a la desesperación y desesperanza humanas, puertas que la traición atraviesa indolentemente y que al final simplemente permiten que ésta se instale en el centro de todas las realidades alternas.
Alejandra esa noche descansaba en cama junto a la ventana. Su habitación daba paso al ruido de la calle y la tormenta se sintió en ese cuarto como en ninguna otra parte de la casa. Su familia, como siempre, fue ruidosa y molesta en la parte de abajo: su madre preparaba la cena para todos, gritando y pidiendo un orden que casi nunca se impuso.
En su teléfono observaba el lugar exacto donde Guillermo esa noche se encontraba. No se podía decidir entre atender a los muchos que le pedían atención por mensajes o centrarse en sus actividades nocturnas habituales. Tenía el deseo vivo por Guillermo, pero también el deseo por ella misma. Su mente no podía sino pensar que requería todo de su hombre, pero que a la vez requería algo de sí misma para estar en paz, siempre bajo la tentación propia y la sospecha incontrolable de que algo con ella o con Guillermo estaba mal.
Esa noche Guillermo estaba en un trabajo para conseguir dinero, siempre el dinero como necesidad o como excusa para una buena vida. Guillermo era una especie de comerciante nocturno, llevaba y traía cosas y personas sin dudar su origen: buena paga, mucho riesgo, pocas preguntas y las respuestas casi siempre innecesarias.
Guillermo había conocido años atrás a Alejandra, ambos tenían sus parejas con las que no lograron empatía suficiente para permanecer juntos. Casi de inmediato se habían hecho amantes descarados, quizá sólo con la intención de salir de la rutina, sexo casual, o quizá con algo de comprensión sensualista, de ésa que actualmente se usa como descarga de emociones, un sistema que sustituye lo que mantiene a las personas a media vida; pero algo no salió como esperaban. Una noche Alejandra le confesó que estaba enamorada de él, y Guillermo, quizá desde antes, ya lo sabía, pero así, al vuelo de lo que sus corazones sintieron, esa noche aceptaron que el mundo suyo de escapadas de madrugada y tardes de lluvia en los viejos hoteles de la ciudad debía cambiar.
Para cuando estuvieron definitivamente juntos, tuvieron la idea de reformar sus vidas y hacer una familia. Fue así como Guillermo, al abandonar todo, pudo conseguir ese trabajo. Como pasa en las nuevas parejas, consigues algo temporal para capitalizar tus sueños, algo que en la sociedad moderna es deseable, un poco de esfuerzo y un golpe de suerte; después de haber lastimado a tantas personas podían ahora estar juntos, luchando codo a codo por ese sueño.
Guillermo le compartía a su mujer en todo momento el lugar en que estaba; si un día aparecía muerto al menos ella sabría dónde encontrarlo. Aquella noche, en un paraje solitario al poniente de la ciudad, en una zona burguesa de estudiantes frente a un gran parque de oyameles, Guillermo terminó parte de la noche al entregar un pequeño paquete; después esperaría instrucciones de su jefe en turno. Los vidrios del auto estaban empañados por la tormenta de final de verano, que no había disminuido en las últimas horas. Se sentía inquieto pero seguro, notaba por el teléfono que de cuándo en cuándo su amada lo buscaba en el mapa. Una corta llamada telefónica con ella y obtuvo la fabulosa paz que tanto necesitaba; acordó con ella esperar un corto tiempo para la siguiente instrucción de su jefe, un poco más de dinero estaba bien, pero también le dijo que si en un rato no llegaba esa instrucción entonces podría irse con ella y hacerle las cosas más sucias que había querido hacer con su cuerpo toda la tarde. Ella asintió feliz.
La llamada del jefe en turno nunca llegó. Con resignación Guillermo puso en marcha el auto dispuesto a pasar a casa de Alejandra en unos minutos, pues no estaba tan lejos. Encendió un cigarrillo mientras bajaba la ventanilla, un poco de lluvia entró al interior del auto. Refrescó su mejilla izquierda sacando la cabeza, ya no importaba conservar la imagen porque el trabajo por esa noche había terminado. Miró que no hubiese nadie en la calle para no ser sorprendido, tomó su teléfono mientras fumaba impacientemente, avisó a su trabajo que ya no estaría más tiempo disponible y buscó en sus llamadas recientes el número de Alejandra. Cuando estuvo por marcarle, entró una llamada de su exmujer, aquélla que apenas unos meses atrás había abandonado definitivamente… Guillermo dudó en contestar.
Cuando decidió abandonar su anterior matrimonio para siempre, ofreció a su exmujer su amistad y paz por los años y malos tratos, y porque además tuvieron un hijo, cosa que debían solucionar con el tiempo, así lo entendió él. Guillermo recibió la llamada con la inexistente naturalidad de hablar con su exmujer después de la media noche y tras algún tiempo de ambos estar incomunicados. Lo primero que notó fue la desesperación del otro lado, mucho ruido. Al principio poco logró entender hasta que por fin las palabras fueron claras: su exmujer había tenido una noche de copas con varios amigos de oficina hasta terminar las botellas de brandy, ella se había ofrecido para llevar a alguna amiga ebria hasta su casa en las afueras de la ciudad, justo por la zona en la que por esas noches Guillermo estaba rutinariamente; ella, al dejar a su amiga y después de andar por callejones e intentar volver a alguna avenida cercana, había perdido el rumbo. Guillermo recordó ciertamente que su exmujer era torpe al conducir y que siempre adoleció de un buen sentido de orientación.
La mujer estaba ebria y en pánico, sólo pudo describir los letreros de una carretera hacía un poblado a varios kilómetros de la ciudad, un poblado lleno de cárteles, una zona roja e impenetrable para las personas comunes; además de tener por delante un camino sinuoso en medio de la tormenta, a su exmujer le esperaba la muerte o la violación y desaparición, naturalmente. Guillermo le pidió detenerse en un lugar seguro y esperar antes de que algo fatal le sucediera. Le pidió que le describiera el lugar y todo lo que veía, intuitivamente podría encontrar alguna referencia para ubicarla e indicarle el camino de vuelta.
El paraje de la carretera no estuvo tan alejado como inicialmente pareció, pero la borrachera de su exmujer no le permitió entender ninguna instrucción, así que Guillermo le pidió esperar ahí. El plan era llegar en el auto y guiarla a un camino seguro a casa; pensando en Alejandra le pidió no bajarse y no hacer ninguna comunicación, el trato propuesto fue sólo guiarla a un camino seguro.
Con cierta prisa, con el asfalto mojado y algo de preocupación Guillermo se dirigió al lugar. La lluvia estaba amainando un poco y pudo ubicar en la carretera el auto de su exmujer, estaba junto a la última fabrica, dónde comenzaba la carretera sinuosa. Guillermo detuvo su auto junto al otro y abriendo la ventanilla le gritó que lo siguiera; ella accedió y durante unos kilómetros pareció que todo saldría bien.
Pero las personas son inconsistentes: Guillermo recibió otra llamada de su exmujer, ella le dijo que debía pasar al baño y que el auto ya no tenía gasolina. Fue urgente detenerse, bien, hubo que encontrar una estación de servicio, bien, pero después de la media noche, en una ciudad tan pequeña y conservadora, resulta casi imposible hasta hoy encontrar una gasolinera abierta. En la primera que encontraron pudo rellenar el tanque, pero el baño estaba cerrado. Guillermo recordó dónde podría haber otra gasolinera con un baño abierto, era la que estaba casi llegando a los límites de la ciudad, y decidió guiarla hasta ahí.
En el camino, Alejandra, preocupada, marcó por teléfono y pidió una explicación por la distancia tan lejana en la que estaba en ese momento Guillermo; le habló muy cariñosa y calmada, pero Guillermo no supo cómo explicar eso, claro… Únicamente respondió que su jefe en turno lo mantenía ocupado en un encargo y que llegando a su casa le explicaría la situación. Una mentira y un miedo nacieron fugaces, breves, pero concisos; un puñal se afiló y se clavó de forma terriblemente humana.
Pararon ambos autos en la gasolinera y Guillermo le pidió esperar: ese lugar aun cuando estaba en los límites de la ciudad y era más o menos seguro no se confió. La estación parecía estar cerrada y no había empleados a la vista; el baño, aunque abierto, estaba en total oscuridad y podía ser peligroso, así que fue a revisar que no hubiera algún malandro escondido y a encender la luz. Verificó que todo estuviese en orden y regresó al auto de su exmujer para confirmarle que podía pasar sin peligro.
Mientras Guillermo esperaba, no podía evitar la sensación de estar haciendo mal las cosas. La lluvia había parado. Movía sus pies obsesivamente sobre los charcos, intranquilo, somnoliento y cansado: sabía que había mentido. El aire frio se coló entre su chaqueta y las mangas de camisa que había subido hasta los codos. Pensó que debería irse ya en ese preciso instante. Se preguntó:
—¿Qué clase de hombre haría eso?
Ese Guillermo que esperaba afuera de los autos en mitad de la noche ya era diferente.
En cuanto su exmujer se acercó, Guillermo pretendió subir de inmediato al auto, pero ella lo detuvo pidiéndole fumar un cigarro juntos para agradecerle y terminar de expiar las culpas del pasado. Tomó de su chamarra los cigarrillos rojos de motociclista que traía consigo y los ofreció; por unos segundos se quedaron callados, el viento pareció rumorear ideas en los cabellos de los dos antiguos amantes. Ella pidió subir al auto, el frio era intenso, y él accedió amablemente. Guillermo agradeció los años y el tiempo a su lado; expresó su agrado al verla rehaciendo su vida y le pidió cínicamente que no se arriesgara en mitad de la noche bebiendo sin control como él solía hacerlo.
El ambiente se respiró tranquilo, la paz de la gasolinera sin servicio más que angustia le dio tranquilidad. En un momento sin miedo y de lucidez Guillermo pidió ver a su hijo, desde la unión con Alejandra no lo ha visto y parecía un buen momento para pedirlo. Su exmujer cambió de pronto, se transformó en otra cosa desconocida para él. Le negó verlo y argumentó que el motivo de buscarlo en esa noche, era únicamente a propósito de un asunto del hijo de ambos.
Guillermo se había ocultado de ella con cautela por muchos meses, pero esa noche simplemente lo buscó: lo que ella le pedía era el pasaporte de su hijo, su novio, a través de ella, descaradamente también lo solicitaba. Le contó que su novio era un hombre cabal, un hombre con ofrecimiento de trabajo en otro país, con un futuro prometedor y que se llevarían a su hijo tal vez para siempre. Le aseguró eso era lo mejor para el hijo de ambos. Guillermo comenzó a llorar y a suplicar por su hijo, que le permitieran verlo y que él daría lo que ella pidiese, pero eso no, olvidarse de él no, eso jamás.
Varios minutos habían pasado en esa gasolinera, nadie los miraba, nadie escuchaba. Es lo que pasa casi siempre en los lugares donde la penumbra oculta a las personas y sus actos humanos: sólo dos antiguos amantes discutiendo en un auto después de la media noche. La lluvia comenzó a caer otra vez.
Alejandra notó que el auto de Guillermo no se había movido durante varios minutos. Su inestabilidad la llevó al pánico. Llamó varias veces al teléfono de Guillermo sin respuesta, todas las llamadas fueron desviadas desde el control de volante del auto. Guillermo sólo envió mensajes explicando asuntos de trabajo por lo cual pidió paciencia. El hombre había entrado en catarsis: el balancín de las emociones humanas se estaba descontrolando tan rápido como la lluvia que había comenzado a caer de nuevo.
Durante el llanto miserable de Guillermo, su exmujer se abalanzó sobre él, lo besó y abrazó; el juego de la seducción: la manipulación, la reducción del hombre para después ofrecerle la delicia, la dulzura y la caricia de los amantes, pero Guillermo simplemente se perdió dentro de sí mismo. Su exmujer se apartó iracunda y exigió el pasaporte de su hijo para irse del país durante las siguientes semanas con aquel hombre que podía darles la felicidad, el hombre que Guillermo no pudo ser jamás para su hijo…
Guillermo permaneció inmutable, las lágrimas ardieron en sus párpados, más y más segundos de silencio mientras por los altavoces del auto sonaba repetidamente el timbre de la llamada entrante de Alejandra. Los gatos no son tan rápidos, pero ella sí: su exmujer se abalanzó en ese momento sobre el tablero del auto y presionó el botón que enlaza las llamadas a los altavoces.
—¿Guillermo? ¿Guillermo, qué pasa? ¿Por qué no me contestas? ¿Estás bien?
Su exmujer respondió:
—Estamos muy ocupados y llama después.
Todo sucedió tan rápido, él no logró reaccionar a tiempo. Esos tres o cuatro segundos fueron suficientes para que todo sucediera tan cruel como pudo ser. Apresurado en la vuelta a la realidad, Guillermo desde el volante finalizó la llamada, exigió a su exmujer que se largara del auto. Entre ira y lágrimas le gritó que él le había ofrecido la paz, que no debió hacer eso, que no deseaba volverla a ver nunca en la vida. La respuesta fue un simple y crudo:
—Me la debían.
La mujer, con el orgullo que le quedó, bajó de prisa, cerró la puerta violentamente, subió a su auto y abandonó la gasolinera sin rumbo fijo…
Por unos instantes Guillermo se quedó sentado en el asiento del auto con la frente sobre el volante, contemplando las luces naranjas del centro del tablero. Una música muy tenue sonaba por los altavoces, y más llamadas de Alejandra, una tras otra… Él permaneció quieto, sólo permaneció, sólo respiraba, sólo se contenía, se encerraba, con las lágrimas fijas y el tiempo detenido.
Otra vez corría contra el tiempo. Se dispuso a ir a casa de Alejandra, debía explicar todo en persona, iba a decir todo lo que había pasado. Insistió en que todo era por su trabajo, no quería perder a Alejandra. En cuanto salió de la gasolinera llegó nuevamente una llamada de su exmujer, quería destrozarla, venganza de bestia: ella, otra vez en pánico, estaba perdida en la lluvia. Guillermo pensó de nuevo en su hijo. Si ella debía morir, pues moriría, pero no por su culpa, su hijo no lo perdonaría. Era lo último que haría por ella y después de eso, para él, habrían muerto, tanto ella como su hijo.
La alcanzó en la entrada de la carretera muy cerca de donde la encontró antes; que lo siguiera, esta vez no se iba a detener bajo ninguna circunstancia, tampoco iba a contestar más sus llamadas. Camino a la ciudad, tanto su exmujer como Alejandra enviaban mensajes. Intentando enlazar llamadas, Guillermo sólo respondió a Alejandra, le insistió en la misma historia del trabajo. Alejandra le exigió no terminar la llamada y seguir hablando de lo sucedido esa noche durante el camino a su casa. Mientras él intentaba hablar con Alejandra, su exmujer hizo al mismo tiempo mil llamadas sin respuesta, envió mil mensajes que decían cosas infames como “¡Qué gran noche! La pasé muy bien, me hiciste muy feliz”… Guillermo borró lo que pudo, todo mientras no debía parar de hablar, conducir el auto y pasar el trago amargo.
La tormenta afuera del auto fue igual que la de adentro. Todas las tormentas estuvieron a tope esa noche, la paz no existió, se había esfumado entre los nuevos y los antiguos amantes. Todo estuvo flotando en el mar de las emociones de un hombre que dejo de ser humano para ser sólo un autómata de la mentira y objeto de la destrucción del desamor.
Llegando al crucero que llevaba al centro de la ciudad, Guillermo aceleró a fondo, la última encrucijada para llegar con Alejandra estuvo al frente. Alejandra en la llamada controlaba todo, eran las voces de ambos, pero ya no hubo comunicación creíble, sólo ideas que no expresaron la realidad y se interpretaron con la imaginación para dar a luz una realidad distorsionada y oscura. Los demonios de la mente fueron liberados. Guillermo solo pisó con fuerza el acelerador y cruzó los semáforos en rojo, dejando en esa encrucijada a su exmujer, a la que no volvería a ver. No se detuvo en ninguno de los cruces siguientes. La vida ya no importó, lo que había de suceder del destino ya no lo escribió Guillermo, sino un ser poderoso y miserable que no es capaz de detener el caos del que nadie tiene culpa.
Pero al fin, el auto se detuvo sobre la avenida frente a casa de Alejandra. El camino había terminado. Avisó que estaba afuera. Iba a explicar todo, y permaneció en silencio mirando la lluvia caer a través del parabrisas en una calle con oscuridad casi total, solo las luces de la ciudad refractadas por la lluvia a lo lejos en el valle. Las luces naranjas del tablero herían un poco, y los faros el auto iluminaban las gotas mientras caían a la distancia sobre el pavimento. Estaba con los ojos mojados, el estómago revuelto, dolor en la espalda y las manos adormecidas. Alejandra abrió la puerta del auto, el olor a cigarro la enfureció más; estaba mojada y violenta…
—Déjame explicarte lo que pasó. Ha sido la peor noche de toda mi vida…
Alejandra tomó el teléfono del tablero del auto y lo miró durante un corto tiempo. Lo que vio la transformó en un ser monstruoso, parecía en la penumbra que ni una lagrima derramaba. Como predispuesta a la fatalidad, su mirada mostró la deshumanización de su ser hermoso. Las cejas que delineaban sus ojos cambiaron de forma y tamaño, su voz ya desconocida gritó con horror:
—¡Eres un pendejo! ¡Todo está aquí! ¡Estabas en un hotel!