Fontus. El dios del agua y la historia de la escritura

Por María del Carmen Rivero Quinto:

Historia y literatura son dos saberes próximos que abrevan del agua. Esta tesis atrevida y enigmática se sostiene al pensar en los primeros soportes e instrumentos para escribir que brotaron de este elemento. Quienes se asentaron en las riveras, empezaron a escribir. Aquí surge una paradoja: el agua fluye, es movimiento; la escritura, en cambio, implica fijación, permanencia. A Clío, la historia, según se ha comentado, se le representa firme, con una postura rígida que no permite la distracción mientras registra y, sin embargo, fue gracias al agua, elemento que podría asociarse a Calíope por su movimiento e imprevisibilidad, por ese ánimo festivo y lúdico descrito anteriormente, que existen los instrumentos para la escritura.

Las Musas, se debe recordar, en un principio eran consideradas ninfas de los ríos Castalio, Aganipe y Pimpla que corrían por los montes Helicón y Parnaso y cuyas aguas se creía que tenían propiedades para la inspiración. Como ninfas de los ríos sagrados, señala Alexander Murray, “su música y su canción debían, por la armonía, repetir el impetuoso movimiento del agua” (1997, p. 171). La escritura es, vista así, producto del lenguaje que fluye, que corre, y de las ideas en movimiento.

El agua, dirá Gaston Bachelard, “es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia uniforme a ritmos diferentes, del lenguaje que quiere moverse” (2003, p. 278). Calíope, la épica, la praxis, la acción verbalizada, es movimiento, su bella voz habla del fulgor de la espada que nombra caballeros y canta la mano de la mujer que cosechó el primer grano.

Calíope se distingue así de la rígida Clío, sedente, apoyada en una columna o con su pie sobre la rueda del tiempo, distante de lo que mira, ajena a lo que sucede, guardando para sí cualquier juicio o impresión. Anota con un lenguaje rígido que luego devino en una de las principales cuestiones de la escritura de la historia hasta la fecha: cómo evitar ese lenguaje técnico que exige la explicación del pasado y que hace de la historia un conocimiento restringido a la academia y los ámbitos eruditos.

Las Musas Clío y Calíope. Detalle.

Fontus, o Fons, según la versión, es el dios romano de los lugares donde el agua brota: fuentes, cascadas o pozos, estructuras que posibilitan su flujo. Hijo de Jano, poco se conoce sobre esta deidad de la que incluso se duda de su existencia y menos noticia se tiene sobre su culto o su iconografía. Se sabe, si acaso, que en el 213 de nuestra era se levantó un templo en su honor sobre el Janículo y se le dedicaron las Fontinalia, fiestas que se llevaban a cabo el 13 de octubre. Fuentes, pozos y todo conducto que permitiera el paso del agua se adornaban con flores para celebrarlo.

Como se ha recuperado en entregas anteriores, algunas fuentes históricas asientan que el antiguo pueblo romano fue liberado del asedio de las Sabinas gracias a la apertura de las puertas del templo a Jano. En este sentido, se cuenta que las Sabinas hicieron un asalto a una ciudad romana recién construida “de donde salió de repente un reguero de agua hirviendo que fue el medio para destruir a estas enemigas”, según recupera Murray (1997, p. 143). Probablemente esa agua furiosa que escapó con violencia de la tierra haya sido una manifestación del socorro de Fontus.

El agua, nos dicen estos relatos mítico-históricos, es el medio por el que se hizo mundana la palabra de los dioses, por esa razón, las Musas elegían a sus favorecidos de entre la gente bucólica, es decir, la que sabe escuchar los ecos de la naturaleza, quienes se dedican al trabajo al aire libre, saben lo que la canción del agua dice. ¿Cuáles fueron los instrumentos que el agua dio al hombre para materializar el logos? La gente bucólica los descubrió primero.

En las entregas anteriores se comentó que, ante el deseo y la necesidad de preservar en la memoria colectiva o individual los sucesos dignos de ser recordados, se recurrió a la inspiración que las Musas daban sólo a sus agraciados o bien a la intercesión de Jano, cuyo auxilio se solicitaba cada vez que se iniciaba una oración o un relato. Sin embargo, con el paso de las sociedades nómadas, cazadoras-recolectoras, a las sociedades sedentarias, agricultoras-ganaderas, las necesidades cotidianas como el almacenamiento, la distribución o la faena requerían de un sistema de registro más efectivo que la transmisión oral, que la invocación o el rito.

         A pesar de que los ríos eran vecinos inquietos de sus primeros colonos, estos aprendieron a observarlos para advertir sus crecidas y con ello se enteraron de que vivir a su lado, sabiendo cómo hacerlo, les traería varios beneficios: algo diferente que comer y un medio que les permitiría desarrollar una técnica de preservación del relato que hacían de lo que veían, de lo que vivían y de lo que pensaban.

Entre dos ríos, un hombre se sentó y pasó su mano sobre una superficie acuosa, con trazas de tierra que le resultó blanda al tacto, vio que en ella podía hacer trazos, garabatear alguna idea, representar el vuelo de un ave o el salto de algún pez. Después, notó que cuando esa mezcla se secaba, su trazo permanecía.

El agua le dio a ese hombre un soporte de ideas: la arcilla. El agua y la tierra endurecieron la abstracción que habitaba dentro de él. Este material, abundante y noble, se cortaba en pequeñas planchas sobre las que se podía anotar por ambos lados. Este hombre volvió a mirar a su alrededor, y al extender su brazo, encontró la caña y ésta se volvió una extensión creativa de su mano. La caña afilada se convertiría en estilete de madera o metal a modo de punzón y, debido a la forma roma y de sección triangular del instrumento con el que ese sujeto hizo sus primeros trazos y a los caracteres en forma de cuña, a esta escritura se le conoce como cuneiforme. El agua le dio el soporte para escribir historia(s).

Tablilla sumeria. Los Angeles County Museum of Art.

Otro hombre, un escribano en busca de material, tal vez, recibió de Hapy, el dios del gran río desértico, el soporte fundamental para las dinastías egipcias y para la historia de la escritura: el papiro. Este material se obtenía de una planta acuática abundante en la región, su tallo se cortaba en tiras finas que se disponían en capas que se iban superponiendo, se secaban al sol y se pulían hasta formar una especie de tejido. Esto invita a pensar en que con la crecida del río salió también a la superficie el origen de la palabra texto.

Recreación del trabajo para preparar el papiro.

El escribano, entonces, desplegaba las largas fajas con las que se formaban rollos o volúmenes. La flexibilidad de este soporte también daba un sentido enigmático a la escritura, pues para leer lo escrito era preciso desenrollar el papiro, de modo que la escritura fuera descubriéndose. Así, el agua fue vital para el sustento de las primeras civilizaciones y para el desarrollo de la idea de cultura, pues el agua de los ríos nos dio la arcilla, la forma rudimentaria de un soporte, y del cuerpo de una planta acuática se obtuvo la primera versión del papel. El agua, pues, dio al hombre el sentido de texto y el de historia.

Hapy, dios egipcio del río Nilo.

Por el agua, la arché de Tales, nos fue dada la escritura. Tal enunciado también sustenta nuestra tesis, pues este filósofo es considerado el primero en buscar una razón lógica para la causa de las cosas; entonces, si el agua es el inicio, el principio generador, a ella debemos uno de los orígenes de la cultura: la escritura. En donde abundaba el agua, ahí se asentaron los primeros grupos humanos y su sobrevivencia se contó gracias a los materiales con los que pudieron hacer los instrumentos para escribir.

Cuando los miembros de esas primeras sociedades vieron agua, ahí se quedaron y empezaron a registrar cosas, es decir, a hacer historia. En el momento en el que se asentaron junto al agua, buscaban subsistir y a la vez inventaron la historia y la literatura, pues el agua les dio los materiales para contar la historia de cómo se asentaron. Vistas así, historia y literatura están vinculadas por el agua y se habla de una historia de la escritura que cuenta el proceso de la evolución de los soportes para registrar y narrar.

Luego de recordar las bondades de Fontus y su elemento, encaucemos algunos ejemplos literarios que ilustren nuestra tesis. El río en Homero, Ilíada, la adaptación de Alessandro Baricco del poema clásico griego a la prosa del siglo XXI, se personifica. El río Escamandro es testigo y narrador del asedio a Ilión. El tránsito de su agua es atemporal lo cual lo vuelve un testigo eterno, pero con un flujo cambiante. En la versión de Baricco, el Escamandro habla para manifestarse hastiado de la muerte que infecta su caudal y de su tarea no aceptada de acarrear a los muertos hasta el mar:

Había visto años de guerra, porque un río no fluye ciegamente entre los hombres. Y durante años, había escuchado lamentos, porque un río no fluye sordo allí donde mueren los hombres. Siempre impasible, había llevado hasta el mar los resplandores de aquella feroz represalia. Pero aquel día demasiada fue la sangre, y la ferocidad, y el odio. En el día de gloria de Aquiles yo me rebelé, disgustado (p. 147).

Cuando Aquiles increpa al Escamandro para decirle que no se marchará hasta que haya matado al último de los aqueos, éste, colérico, cambia su agua apacible, omnisciente, con la que narra, indiferente, las acciones de los hombres, por una furiosa ola que persigue al soldado troyano hasta las puertas de Ilión que ya ardían. Entonces, la materia del río es otra: “El fuego me alcanzó. Lo que nadie, nunca, había visto, lo vieron todos ese día: un río en llamas. Las aguas hirviendo, los peces escabulléndose aterrorizados por entre los torbellinos incandescentes” (p. 153).

En cambio, el río en Tejas. La gran ladronería en el lejano norte (2012) es una imagen histórico-literaria. En la novela de Carmen Boullosa, el río es más que una cuestión geográfica y de frontera, incluso su percepción en las descripciones cambia según se narre del lado americano, donde se le llama río Grande, o del lado mexicano, donde se le nombra río Bravo. Palomas mensajeras, indios, mexicanos, americanos, migrantes, chismes, rumores, proclamas, un novelesco Juan Nepomuceno Cortina, un narrador ambiguo que se hace llamar Sarah-Soro, la historia de la independencia de Texas y el turbulento México de la segunda década del mil ochocientos cruzan por sus aguas.

Así como la historia, en esta novela, el río, Bravo o Grande, no es un mero espacio marco, ambos tienen un protagonismo incluso mayor que el de los muchos personajes históricos o puramente ficcionales que desfilan por estas páginas. El río actúa su historia y la de los inmiscuidos en la independencia texana y atestigua el robo que, dice el narrador(a) unos hicieron a otros. Pero, más allá del maniqueísmo de buenos y malos, el río representa la división entre humanos y los tópicos relativos a la cuestión racial y de migración tan caros para Boullosa en décadas recientes. La cita es larga, pero ilustra uno de los simbolismos del río en tanto conductor del agua: ser frontera:

Lo que hacen unos cuantos pasos y la proximidad del río, aquí todo se siente distinto. Pues claro, mero se acaba la Gran Pradería cruzando el río hacia el sur; aunque también haya apaches, vaqueros, minas de las buenas, tierras para botar para arriba y pastos generosos, pues no es lo mismo. El río Bravo divide al mundo en dos categorías, puede que hasta en tres o en más. No hay afán de decir que en una sola están todos los gringos, en otra, los mexicanos, en su parte, los indios salvajes, en otra, los negros y ya luego los hijos de puta. Las categorías no son cerradas. En la Apachería hay indios diversos que no se entienden entre ellos, de costumbres diferentes, empujados a la brava ahí por los gringos, negros de muchas lenguas, sus costumbres diversas, no todos los gringos son ladrones, ni todos los mexicanos santos o bondadosos, en cada división hay géneros revueltos. Sin embargo, sí hay que dar por hecho que el río Bravo marca una línea que pesa y vale: al norte empieza la Gran Pradería, y del sur en adelante el mundo vuelve a ser lo que es, la Tierra, con sus diferencias (Boullosa, 2018, p. 650).

En tanto frontera líquida, el río transporta más que agua en sus canalones. Como se ha visto, acarrea historia e historias, nos informa sobre el pasado y actualiza los conocimientos sobre procesos anteriores, es el conducto de la historia y su narración. En 1859, se lee en Tejas, un sheriff insulta al prototipo del chicano, Juan Nepomuceno, y el insulto se embarca en la corriente del río Bravo o Grande, según el lado desde el que se le mire:

Con la tonadilla burlona la viajarán por agua [sic]. Antes de que acabe el día, las riberas norte y sur del río Bravo, desde Bruneville hasta Puerto Bagdad, están al tanto de lo que dijo el sheriff gringo, con mayor o menor precisión. También corre la noticia con las embarcaciones que navegan en otras direcciones. La frase sube por la costa del Golfo hacia el norte, se cuela en los ríos que ahí desembocan, remontándolos corriente arriba –el río de las Nueces, el San Antonio, el Guadalupe, La Baca, Colorado, Brazos, el San Jacinto y el Trinidad. [...] En Gálvez, apenas desembarcar, la frasecita encuentra lugar con los pasajeros de un vapor que viene de Houston (Boullosa, 2018, pp. 653-654).

Por su parte, David Miklos en Paseos del río, libro que promete hacerse fundamental para la reflexión sobre la relación historia y ficción, como él prefiere llamarla, argumenta en favor de que es el agua la que emparenta a estos dos saberes. El agua de la nostalgia busca cauces que lo lleven a su origen, si tal existe, lo hacen divagar y volver al cauce de la idea central: la historia.

         Para pensar la historia, Miklos se vale de varias imágenes poéticas, una de ellas es la del río. A las aguas de los ríos de la historia y la ficción Miklos les confiere propiedades exclusivas. Uno es un río vivo, de agua con oxígeno, de agua de la que se obtienen nutrientes que convierte en otra cosa, es decir, el de la ficción, el de la escritura orgánica del pasado o de cualquier tiempo.

El otro es un río muerto, anóxico, cuya agua subyace debajo del río de agua viva, este río es el de la historia. A pesar de su condición, su agua estancada preserva y, para llegar ahí, uno debe sumergirse a través de las capas de fuentes, testimonios y oralidad porque el pasado está documentado, esto es sedimentado, volcado en palabras de miles de fuentes que son, a su vez, abrevaderos, pues ¿qué es escribir historia sino un ejercicio sofisticado de ficción que trata de demostrar una realidad que es en esencia imposible de demostrar porque no la hemos vivido?

         Un abrevadero en el cerro de las Cruces ve a Miguel Hidalgo y a su caballo beber de su agua: “La saliva del caballo se mezclará con el agua del manantial hasta disolverse en partículas minúsculas que la corriente llevará hacia donde el río reclama su flujo, más allá de la llanura, en franco descenso hacia la ciudad que el prócer no reclamará y a la que le dará la espalda” (Miklos, 2020, p. 46). Esa agua llevará después las partículas a las corrientes de los desaparecidos ríos Magdalena o Churubusco, en el siglo XXI, según el deseo y la ensoñación del autor. Ese reflejo del manantial en los ojos del caballo y del libertador no es un hecho histórico verificable, aunque es imposible negar que ese hecho cotidiano haya ocurrido.

         El agua y la tierra mezclados y secados por el viento devienen en la arcilla de la rivera mesopotámica descrita líneas arriba. Este proceso descubre que “toda historia, una vez escrita, cuando ya no ocurre más, cuando ya ha ocurrido, es ficción cuando intentamos asirla al presente al que perteneció, al que ya no pertenece más”, sentencia Miklos (p. 89).

         De estas reflexiones brota una tesis más: la idea de lo líquido en la relación entre historia y literatura, pensar que la frontera entre historia y literatura es de naturaleza líquida nos obliga a recuperar las ideas de Zygmunt Bauman para una mejor ocasión. Por ahora se señala que esa liquidez propicia las fluctuaciones entre conocimientos y libera a la historiografía de las ataduras del rigor que ciñen el manto de Clío y la desnudan para que la historia se muestre en primer plano en algunos textos literarios y, si hay pericia en el escritor, si éste escucha la bella voz de Calíope, redimirla de ser un telón de fondo, un contexto explicativo.

         Maximiliano, el emperador que nunca fue, componía y recitaba poemas en su palacete que mira al agua del mar Adriático y encontró sitio propicio en el lago interior de Chapultepec en donde levantó un espléndido palacio que nunca capturó la esencia de lo mexicano ni de lo europeo. Un osado marinero escuchó el llamado del agua allende los linderos del mundo que se conocía en su siglo y, víctima del oleaje de la fortuna, las aguas le desdoblaron un mapa que tenía espacio para trazar las historias del nuevo mundo, pues con los primeros expedicionistas europeos surgieron la crónica, la novela de aventuras y la llamada novela histórica.

Huck Finn huye de su pasado miserable en una balsa endeble que se desliza sobre el Mississippi. El gran río atestigua y cuenta la esclavitud y el racismo en la construcción de la falsa idea del estado americano de las libertades y la igualdad en el siglo XIX. Los muros de agua que contuvieron a Pepe Revueltas le permitieron construir su testimonio en tanto preso político. El de la casa de Habsburgo, el genovés, el huérfano americano, el mexicano comunista y tantos más estaban en lo cierto: en el agua se encuentran historia y literatura.


Bibliografía

Bachelard, Gaston. El agua y los sueños. FCE, 2003.
Baricco, Alessandro. Homero, Ilíada. Anagrama, 2005.
Boullosa, Carmen. Tejas. La gran ladronería en el lejano norte. De Bolsillo, 2018.
Murray, Alexander. Quién es quién en la mitología. M. E. Editores, 1997


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