La renuncia de Porfirio Díaz.

Por Alejandra Martín del Campo:


Don Porfirio en Palacio Nacional.

“…, respetando como siempre he respetado la voluntad del pueblo…, vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana…

Porfirio Díaz. México, Mayo 25 de 1911.”
Caricatura que demuestra el poder de Díaz en todo su esplendor. Con una mano toma el control mientras con la otra reprime.
El Hijo de El Ahuizote fue un periódico editado por los hermanos Flores Magón desde 1902 hasta 1903; fue clausurado por las fuerzas de Diaz.
Esta caricatura es de acceso libre.

El 25 de mayo de 2021 se cumplen 110 años de la renuncia del Gral. Porfirio Díaz a la Presidencia de México.

Su renuncia significó el término de un largo período dictatorial de casi 35 años, así como el inicio de la primera etapa de la Revolución Mexicana, que, además, no sólo fue la primera guerra revolucionaria del s. XX, sino que también fue la primera gran revolución de tipo social.

Es de sorprenderse que un sistema, en apariencia tan fuertemente cimentado, colapsara tan sólo seis meses después del llamado a las armas de Francisco I. Madero y que Porfirio Díaz, quien fue centro de la vida política, económica y social de México, precisara presentar su renuncia irrevocable y partir hacia un autoimpuesto exilio. 

El exilio fue autoimpuesto, sí, pues nadie le pidió que se fuera y nada le impidió regresar, salvo, quizás, un elevado ego y el secreto anhelo de que los mexicanos rogaran por su retorno. Se quedó esperando, la muerte lo alcanzó y murió sabiéndose profundamente amado, pero también profundamente odiado.

Fue odiado por su crueldad, su racismo, por renegar de sus raíces indígenas, por esclavizar al pueblo llano, por el robo de las tierras ancestrales, por los genocidios, por vender a la patria al mejor postor y por convertir a México en una cueva de ladrones; pero fue igualmente amado por convertir a México en un Estado poderoso, por darle un lugar en el mundo, por generar riqueza en un país prácticamente inexistente, por ser un militar sobresaliente, recalcitrante patriota, por la paz porfiriana…

Y, en efecto, todo eso fue y más. Porfirio Diaz creó un México absolutamente bipolar. La riqueza extrema conviviendo con la más humillante de las pobrezas; la vida magnífica de los hacendados y empresarios frente al genocidio de los yaquis y los mayas yucatecos; las grandes mesas de los ricos frente a un hambre soez de miles de desprotegidos. El México de don Porfirio fue uno que brillaba en el exterior como nunca lo hizo, ni siquiera en tiempos novohispanos, y otro que al interior agonizaba lastimosamente.

Por ello es tan difícil juzgar a Díaz sin una visión maniquea, en tonos grises y no en extremos blancos o negros, porque es verdad que hizo cosas grandiosas. La paz porfiriana, por ejemplo, uno de sus primeros méritos, la impuso después de casi 70 años de guerras intestinas y una que otra invasión extranjera. Para alcanzar esta paz, y a diferencia de Benito Juárez que se caracterizó por una marcada incapacidad de conciliación, Díaz, desde su ascenso al poder en 1877, buscó la unidad con los grupos derechistas más radicales (iglesia católica, militares, políticos y empresarios conservadores) sin importar que tiempo atrás fueran los principales enemigos del liberalismo que con tanto ahínco Díaz defendió. 

Fue Díaz, igualmente, el verdadero creador del estado mexicano. Gracias a él, México dejó de ser un país sin posibilidad alguna de autogobernarse para transformarse en un país con solidez política. 

Más allá aún, un programa exhaustivo de libre mercado y la apertura de México a la inversión extranjera generó entre otras cosas que México fuera reconocido a nivel internacional como un país soberano y con ello logró apaciguar posibles nuevos intentos de invasión extranjera. Asimismo, empoderó el peso mexicano y, con la llegada de caudales monetarios, impulsó el desarrollo de una impresionante industria petrolera, textil, agrícola, ganadera y minera, que, para la década de 1890, convirtió a México en uno de los principales proveedores de materias primas de Europa y Estados Unidos que vivían el apogeo de una Segunda Revolución Industrial.

Las más avanzadas tecnologías fueron traídas a México provocando, entre otras cosas, la apertura de nuevas centrales hidroeléctricas y un desarrollo ferroviario nunca antes visto. Las ciudades principales fueron alumbradas ya no con gas, sino con electricidad; se incrementó con gran fuerza el tendido de vías férreas, y los caminos carreteros se aseguraron gracias a la creación de una policía rural para beneficio del comercio interno. Una majestuosa arquitectura se erigió por doquier y… en fin, gracias a Díaz México dejó de ser un país atrasado para convertirse en partícipe activo del mercado mundial. 

Sin embargo, lo obtenido fue a costa de un precio social tan elevado que casi duele el alma. 

Mientras la paz porfiriana, que tanto se le festeja a Díaz, ofrecía tranquilidad a los inversionistas extranjeros y a los ricos empresarios mexicanos, para la gran mayoría tan sólo significó palos, sangre y muerte. 

La descomunal riqueza de las haciendas contrastó con la insultante pobreza de la mayoría de los mexicanos, de los muchos aquellos que no alcanzaron a ser parte del sueño porfiriano, a quienes les fueron arrebatadas sus tierras, sus casas y hasta sus propias vidas. 

Mucha aflicción nos genera hoy el holocausto judío y los campos de concentración nazis, pero poco nos conmovemos por el casi exterminio de yaquis, comanches, apaches y mayas que se orquestó bajo las órdenes directas de Diaz, ni por la existencia de lugares tan sórdidos como Valle Nacional en Oaxaca o las haciendas henequeneras de Yucatán, donde la esclavitud y los trabajos forzados se practicaron de manera más que inmisericorde y donde el tiempo promedio de vida de cualquier desventurado que allí arribara no alcanzaba siquiera los nueve meses. 

Y la desmedida inversión extranjera que tantos aparentes beneficios trajo al país, sólo fomentó una economía de dependencia. La fastuosidad del Porfiriato se logró con la cesión desleal de los recursos naturales a inversionistas extranjeros, quienes se convirtieron en los principales privilegiados del sistema porfirista. 

Al convertirse México en uno de los principales exportadores de materias primas para Europa y Estados Unidos, la agricultura de subsistencia fue reemplazada por una de exportación. Así, las grandes haciendas producían henequén, azúcar, caucho y café, pero no productos agrícolas de primera necesidad (maíz, frijol, calabaza, etc.). Esta situación, además de la dependencia ya mencionada, obligó a una costosa y constante importación de alimentos. Cuando se dio el caso de que Europa y Estados Unidos dejaron de importar materias primas, ya fuese porque sus colonias los proveyeran con los mismos productos a mejor precio o porque los mercados fueran saturados (situación que para 1914 fue uno de los principales motivos de la Primera Guerra Mundial), los ingresos por exportación disminuyeron considerablemente, en tanto que el elevado costo por la importación de alimentos resultó insostenible. 

Con la minería sucedió algo semejante. Si bien las nuevas tecnologías resultaron eficaces para la explotación de los recursos mineros, no lo fueron para su transformación. Así, mientras Europa y Estados Unidos se hacían con los recursos mineros a precios accesibles, los transformaban y los colocaban al mercado con pingües ganancias, México se quedaba como un simple proveedor. 

Por otra parte, el supuesto fortalecimiento del peso mexicano se produjo en gran medida gracias a la sobrevaluación de la plata en los mercados internacionales, dado que México se regía por el patrón plata. Sin embargo, el precio de la plata decayó a niveles terribles, provocando que para inicios del s. XX México tuviera que enfrentar una terrible crisis al ver disminuida su principal fuente de ingresos (las exportaciones) y tener que pagar las importaciones a valor oro, con una plata ultradepreciada. 

Esta dependencia absoluta entre México y sus importadores con el tiempo jugaría en contra de la nación. Inmensos caudales ingresaron en tanto Europa y Estados Unidos necesitaron de las materias primas mexicanas; cuando esto cambió, llegó la cruel realidad. 

México, a pesar de sus recursos naturales y la inmensidad de su territorio, no contaba con una industria propia, no tenía una agricultura de autoconsumo y tampoco transformaba sus propios recursos naturales. 

Por otra parte, los niveles de corrupción alcanzados durante el Porfiriato fueron verdaderamente alarmantes. Díaz, para consolidar su poder, tal y como ya se mencionó, negoció con sus más tenaces enemigos. A la larga, esto lo perjudicaría terriblemente, pues muchos de aquellos que le “vendieron su lealtad” ocupaban importantes puestos de gobierno a la vez que eran dueños de las haciendas y tenían también acciones en las principales industrias extranjeras, lo que en otras palabras significa que tanto el burócrata de alto nivel como el hacendado y el inversionista eran la misma persona.

Sus allegados, por ende, se convirtieron en juez y parte; crearon leyes para beneficio de sus negocios y de sus personas y gastaron el presupuesto en obras que igualmente les favorecieran, como, por ejemplo, las vías férreas que tanta admiración producen en la actualidad y que, sin embargo, tanto su diseño como su tendido se hicieron en función de la ubicación de las mineras y las aduanas o puertos por donde salían los productos extraídos. 

A nivel social, existía una abismal separación entre ricos y pobres. Mientras los primeros gozaron de todo tipo de beneficios, los pobres no tuvieron ni el derecho de ser defendidos, muchos menos respetados.

Aunado a lo anterior, había también una clase media “olvidada” por Díaz, la cual no podía permitirse caer en la pobreza, pero tampoco podía aspirar a un lugar dentro de la clase beneficiada. Al final, serán los clasemedieros y los pobres quienes determinarán la caída de Díaz. 

No se puede negar. Porfirio Díaz fue un dictador represor, cruel y genocida, pero fue también el creador de una nación que surgió de entre la nada. El hombre que volteó la cara para no mirar las injusticias cometidas contra los pobres y quien rubricó el exterminio de miles de hombres, mujeres y niños, pero también quien hizo de México un país respetado. Perverso en muchos sentidos, pero también patriota como pocos, tanto que, para impedir la destrucción de su patria, prefirió partir.

Fue Díaz también un hombre valiente y el acto más heroico en su vida fue, sin duda, SU RENUNCIA. 


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