Viceversa

Por María del Carmen Rivero Quinto:

Cuidémonos de no quitarle a
nuestra ciencia su parte de poesía.

Marc Bloch

Love is blindness
I don’t want to see
Won’t you wrap the night
Around me
Take my heart…
Blindness.

“Love Is Blindness”. U2

Con frecuencia se habla de la presencia de la historia en la literatura. Frente a una obra literaria considerada histórica, Ianvs sigue con ese pendiente, no lo olvida, tanto el historiador como el literato buscan identificar el proceso que se desarrolla en el texto o si el personaje novelesco guarda similitud con el personaje referencial. Uno se asoma a este tipo de texto para verificar lo enunciado y otro para apropiarse de lo sucedido mediante la narración.

David Miklos, en su espléndido libro Paseos del río, dice que el historiador funciona a la inversa de la historia, que mientras ésta avanza, aquél da la espalda al futuro o a la línea progresiva para mirar al pasado. O, en palabras de Ortega y Gasset, “el historiador es un profeta al revés”. Este enunciado contiene una metáfora, una figura retórica que no cabría en el léxico del historiador.

La imagen asocia dos términos que en el plano referencial no guardan correspondencia alguna: el historiador (el que mira al pasado) y el profeta (el que desde su presente vaticina el futuro). En ella, el filósofo español emplea la locución adverbial al revés a manera de nexo entre ideas disímiles para explicar qué es historiar. Miklos, por su parte, hace una imagen literaria. Las imágenes literarias se caracterizan por su efecto viceversa, casi siempre dicen lo otro, lo opuesto. La imagen describe quién es el historiador y qué hace. 

Éste no es el único caso: muchos escritores, en medio de sus ficciones, o simplemente porque la materia y el sujeto les interesan, han imaginado quién es el historiador y qué es la historia. Menciono, por ahora, Ianvs guarde la cuenta de las cosas que he prometido ahondar en este su espacio, los nombres del español Ricardo Menéndez o del serbio Goran Petrovic.

Siempre he pensado que sería lindo hacer un análisis a la inversa. Me explico: analizar un libro de historia dura desde la literatura pura; ver, pues, si tiene algo de literario. Si los historiadores de cepa ponen sus ojos en esta columna, indignados, se irán. Otros, mi cabeza reclamarán. En la sustentación de mi idea, diré que Hayden White, historiador, lo sospechó así y trató de comprobarlo al analizar la estructura de la escritura de la historia, o sea la historiografía, entre los escritos de los historiadores del siglo XIX. 

Jacques Le Goff, historiador francés experto en la Edad Media, reflexiona sobre la historia de la relación y separación de la historia y la literatura. Primero, explica, se enseñaban juntas: historia y declamación, historia y poesía, historia y retórica. Luego, en el siglo XIX, la academia universitaria las separó bajo el alegato de remarcar el carácter científico de la historia y desplazar a la que aún no se llamaba literatura al campo de las artes. Como se puede ver, y si se recuerda la segunda entrega de Ianvs, estas dos nunca han roto su vínculo por voluntad, sino que han sido los especialistas (historiadores y literatos) los empeñados en la separación. 

Un ejemplo a la inversa de cómo su relación persiste a pesar de los intentos por separar una esencia unidisciplinaria y fructífera está en la escritura de la historia. De entre todo lo que se me ocurre, pienso en los títulos que los historiadores dan a sus libros, a los resultados de sus investigaciones escritos a manera de narración. Si se leen con atención, veremos que muchos de ellos concentran el efecto viceversa, es decir, un efecto al revés de lo que lógicamente debería ser

Hay títulos muy explícitos, carentes de imaginación, aunque eso no justifica el juicio a sus autores, pues en aras de encontrar consenso entre sus pares tuvieron que ser literales, expresión que guarda la esencia de la idea viceversa. Así, en los lomos de algunos libros de historia se lee: Nobles, esclavos, laboríos y macehuales. Los nuevos súbditos indianos del rey, largo título que resume el estudio de las instituciones, leyes y nuevas relaciones de convivencia producto de la naciente sociedad en la Nueva España.

El valle del Anáhuac en el siglo XV. La conquista del imperio tepaneca y el surgimiento de la Triple Alianza es todavía más explícito y largo, nada deja a la interpretación. En cambio, Los imperios del antiguo Oriente es un título más genérico, que no menos ambicioso, pues el libro va de los orígenes de los asirios al de los griegos, o Ciudades desaparecidas, el misterio de las civilizaciones olvidadas es el atractivo título de un libro de divulgación a caballo entre la historia y la arqueología, y que atesoro porque, perdida entre sus páginas, yo soñaba con ser arqueóloga y recuerdo haber pasado tardes enteras hojeándolo tumbada sobre el sofá de la sala de una casa de la infancia que ahora sólo vive en mi memoria.

Hay títulos más sugestivos que estimulan la imaginación y el debate. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, escrito por un istor, un testigo, un soldado español que con el polémico adjetivo calificativo de verdadera buscó la reivindicación ante sus reyes y ante la historia de la que él fue partícipe. La polémica está en que su autor lo escribió en su vejez y se le cuestiona su capacidad memorística, que no la veracidad de su relato, pues éste puede ser contrastado con las Cartas, por ejemplo, o con los documentos de otros cronistas ya sean indígenas o españoles.

Cautiva mi mente Naufragios, una belleza que parece más una novela de aventuras que la crónica de la suerte de un soldado español víctima del salvaje entorno de las Californias, cuantas hubiera o haya, y de sus habitantes salvajes y místicos. Naufragios es una expresión ambivalente, es decir, se puede leer en dos sentidos. La pérdida o la ruina de una embarcación en el mar, que se corresponde a lo fáctico, a lo histórico, y la pérdida, ¿o el encuentro?, de don Alvar consigo mismo entre los extraños que lo acobijaron, a la mala, por supuesto. Naufragios contiene en sí la idea de viceversa, dos ideas que se cambian o se cruzan recíprocamente y que generan un doble efecto histórico-literario.

Otros títulos son divertidos, pero con la clara intención de hacer atractiva la historia. Por ejemplo, ¿Realmente es necesario cortar la historia en rebanadas? o El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI. El primero hace una pregunta retórica en tono jocoso, por qué el historiador tiene que hacer pedazos de tiempo, por qué tiene que periodizar para estudiar los sucesos. El segundo, a pesar de su longitud, es una sinécdoque, esto es, una figura de pensamiento que designa a una cosa con el nombre de otra con la que tiene una relación de inclusión. En una lógica más simple: el continente, el queso y el cosmos, son nombrados junto con sus contenidos, los gusanos y el molinero. En este libro sobre historia de la cultura subalterna, Ginzburg recupera los escritos de un molinero del siglo XVI en los que anota su defensa por un juicio inquisitorial. Un historiador, ¡tú viste eso, Ianvs!, identifica el uso de figuras retóricas, como la aliteración, en los documentos de un molinero apenas instruido. 

Los hay, por supuesto, dramáticos y altivos, como lo suele ser la historia en sí. Historia de la decadencia y caída del imperio romano es un ejemplo de ello. Este monumental trabajo es citado y vuelto a consultar a pesar de haber sido publicado en 1776. Su necesidad entre los historiadores se debe, por un lado, a que, según los comentaristas muy posteriores, Gibbon dio una lección de erudición histórica al sentar las bases de la función de la nota a pie de página como parte del método y la comprobación históricas. Por otro lado, no habría mejor expresión para narrar el final de la esplendorosa cultura romana que con una hipérbole, una exageración, que contiene el relato de la fragilidad de la condición humana. Además, su lectura es una lección de la literatura inglesa del siglo XVIII.

Algunos títulos son poéticos en extremo. ¿Cómo el hombre llegó a ser gigante? es un buen ejemplo. Se escribió bajo un par de pseudónimos debido a las condiciones políticas de sus autores en la antes Unión Soviética. Este libro, que se enuncia con otra pregunta retórica, tiene una finalidad didáctica con tintes literarios: enseñar a los niños la prehistoria haciendo de su protagonista un personaje literario a través de una comparación, otra figura retórica. Los títulos de sus capítulos son poéticos también. Ah, Ianvs, este libro fue obsequio de un exalumno que con ese gesto me declaró su no-amor; “¿no entiende verdad?, quiero que tenga algo mío con usted”, me dijo cuando intenté devolverle el supuesto préstamo.

Al pasar mis manos sobre los lomos de los libros que me acompañan, me pregunto ¿qué queda del pasado, de lo que fue, de lo que seré, sino el polvo? Polvo de historia, de 1923, me desata la melancolía por ser parte de la biblioteca que heredé de mi abuelo. Su título alude al efecto, el polvo, por una causa, la historia, lo sucedido que modificó significativamente a una sociedad, es decir, el título de este clásico libro de historia se escribe con una metonimia. 

Otros títulos anuncian parcialidades del pasado. Pienso en Visión de los vencidos, un clásico de la historiografía del México prehispánico, aunque escrito en el México moderno de 1959, cuyo título busca mover al lector al conocimiento de la versión de la crónica de la conquista desde los presagios o las crónicas de las batallas heroicas de los mexicas con la intención de terminar con la historia de las parcialidades y completar el mosaico de un suceso con el que la sociedad mexicana aún no logra reconciliarse.

Nombrar es, en efecto, un acto de imaginación, un deseo de depositar y descubrir un significado profundo en aquello que se nombra. Imaginar es algo negado, prohibido o autocensurado en el historiador, pero fundamental para la historia y, en años recientes, la esencia de la llamada historiografía posmoderna, otro tema que Ianvs debe atender. Ya lo sabía Heródoto y no estaba equivocado. Nombró a su compendio, simplemente, Historias, un título ambiguo pero incluyente en el que caben lo mismo las relaciones de lo que veía en las expediciones púnicas que los relatos y retratos que el historiador hizo de los otros, de los llamados bárbaros, para conocerlos. 

Además, Historias tiene la esencia de “viceversa”, pues el título, para cualquier lector, va en el sentido de la historia, la disciplina que pretende ofrecer una representación verídica de una realidad compleja por medio de un texto complejo, Ankersmit dixit, y el de historia, la enunciación de las acciones en un orden cronológico verosímil, según el estructuralismo, mejor conocido como la trama.

La lista podría prolongarse. Si de conocer a una sociedad por medio de uno de sus miembros, es decir, otro ejercicio de sinécdoque, se trata, Jules Michelet, historiador romántico francés, es un caso particular. De entre los diecisiete volúmenes que dedicó a la historia de Francia destacan los títulos La Bruja, mi favorito, o Juana de Arco, nombres y títulos explícitos por los que el autor expone la relación de los sucesos del pueblo galo a través de este par de heroínas. ¡Ah, Ianvs, si hubiera sido posible declarármele!

Postdata amorosa

“Escribe algo sobre Cupido”, me recomendó el editor la última vez que hablamos. El 14 de febrero de 1989, Salman Rushdie recibió un peculiar regalo de San Valentín, el patrono de los enamorados: una sentencia de muerte. Kali envió una flecha de odio torcida que quiso matar a uno de los emisarios del amor a las historias y a la literatura. El año pasado casi lo logra. Casi. Por fortuna, el Sah de Blah se recupera y este mes se publica Victory City, la misiva triunfal del autor, su respuesta contra la muerte. 

“Viceversa” significa ‘cosa, dicho o acción al revés de lo que lógicamente debe ser o suceder’. En días recientes, el Sah de Blah ha decidido posar para la cámara con motivo de la publicación de su nuevo libro. Su rostro después del ataque de hace seis meses muestra las marcas del rasguño de la muerte sobre su piel. Sin embargo, su mirada es serena y su gesto, confiado, feliz. La aceptación de lo que ahora es después de un evento que él no deseaba. Ese hombre lleva días celebrando estar vivo, la acción opuesta de lo que debió suceder y no fue, qué fortuna. Los mismos días que yo llevo lamentándome por un amor que no funcionó, ya que, en palabras de Charles Bukowski, ningún amor funciona. Viceversa, la moraleja, si es que la hay. 

Incapaz como soy de negarme a los deseos del editor, a pesar de que esta columna está dedicada a las relaciones entre historia y literatura, o quizá por ello me lo pidió, escribo lo siguiente. En Las travesuras del amor, Manuel Ocaranza captura la esencia de ese sentimiento en un cuadro representativo del periodo en el que vivió el pintor mexicano, el Romanticismo (si me sintiera más motivada, Ianvs, hablaría de la esencia real de este movimiento, lo sabes). Lo que me gusta de esa pintura es que Ocaranza expone, mediante el gabinete abierto, a espaldas del terrible niño, los elementos constitutivos del mal del amor (lo real romántico) que se contraponen a la idea del platonismo. 

Manuel Ocaranza. Las travesuras del amor (1871). 
Museo Nacional de Arte.

Esta pintura destacó al autor de entre sus pares de ese entonces por la novedad de sus temas que rompían con los convencionalismos épico-históricos del movimiento romántico y de la vida nacional (no se olvide que pintó un retrato de Maximiliano). La rosa blanca envenenada ante la mirada maliciosa, perversa y juguetona del niño nada inocente, más bien un hechicero malévolo, simboliza la corrupción de la pureza de las pasiones, adereza con ingenuidad los buenos deseos, disfraza los funestos procedimientos del amor para alcanzar su cometido, y hoy me resulta un bello pero cruel recordatorio.

Según el mito latino (con razón el editor me lo pidió, Ianvs), Venus despojó a Marte de sus armas y obsequió a su terrible pequeño el arco y las flechas con las que conquista o destroza corazones. Las flechas de Cupido son de dos tipos: unas tienen punta de oro, para conceder el amor, mientras que otras la tienen plomada, para que su peso siembre el desamor o el olvido.

Jacques-Louis David. Marte desarmado por Venus (1824).

“Escribe algo sobre Cupido”, me pidió el editor con voz adormecida. Ianvs, te imploro que digas a Cupido, tu par, que la flecha se rompió camino a mi corazón azul, que aquella dulce promesa mencionada en enero pasado (y en la que quise confiar por segunda vez) no se sostuvo y amargó lo que parecía un dulce presagio. Ianvs, tú ya lo sabías. Ahora yo lo siento.

La historia no habla de sentimientos y emociones, Alejandro, es dura y racional, aunque Bloch, uno de los padres de la ciencia del pasado, advertía del riesgo de que ésta perdiera la esencia proveniente de su par, la poeticidad, es decir, la emotividad, algo que el historiador se prohíbe, o eso se dice a sí mismo, cada vez que se aproxima a su objeto deseado, el hombre y su pasado. Para el historiador, esas susceptibilidades, por decir lo menos, se reservan a la literatura. 

Alejandro, que tu corazón sea atravesado por la flecha dorada.

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