El tesoro de la inconsciencia
Por Oliver Miranda:
Todo tiempo pasado siempre fue mejor. La remembranza de la infancia es un tema que se toca a lo largo de la literatura universal, muchas veces en forma de autobiografía, como es el caso de Las pequeñas memorias de José Saramago, donde el Nobel luso nos da una semblanza de una infancia difícil llena de carencias, o El callejón de los milagros del célebre Naghuib Mahfuz, donde el escritor egipcio inmortaliza a través de sus palabras los callejones en que creció. Desde lo terrible hasta lo maravilloso, la infancia es la piedra angular del pensamiento del ser humano, y es inevitable tratar de huir de ahí.
La novela Metafísica de los tubos de la escritora belga Amélie Nothomb va un poco más allá y retrocede hasta los momentos primigenios del ser humano, en este caso de ella misma con la infancia propia en Osaka, Japón. Allí se presenta a ella misma como un ser obsesionado con el agua, autoproclamado dios, cuya existencia se revela con la primera prueba de chocolate, y retratándose en situaciones hilarantes, crudas, extrañas, a la vez que enternecedoras, logrando un ritmo ágil y humorístico, con un humor pesado.
El descubrimiento de un nuevo mundo donde la vida y la muerte se hacen presentes y logra a su vez un retrato del Japón que conoció gracias a la labor de embajador de su padre. Esto hace que las palabras de nuestra protagonista poco a poco nos dibujen la pintura completa de cómo fue crecer en esa parte del mundo, el impacto que tiene y cómo inevitablemente se encuentra enlazada para siempre con su primera tierra.
El libro nos obliga a realizar una tarea introspectiva, a tratar de volver a pensar en esa primera infancia inconsciente, donde el mundo se empieza a revelar poco a poco y vamos formando ese crisol, la edad de la inocencia; una vez perdida pocas veces volvemos a tener esa sensación nuevamente en el transcurso de la vida, pero es gracias a libros como el de Nothomb que podemos tener al menos el presentimiento de que en algún momento eso fue parte de nosotros y que nos volvimos un poco creadores, un poco partes de ese mundo. Al final del día, el lugar donde pasamos nuestra infancia extiende sus límites y nos encontramos incapaces de traspasarlos, por mucho que tratemos de alejarnos.