«Gravedad artificial» de M. T. Anderson: Con los pies sobre la incertidumbre
Por Oliver Miranda:
Hay futuros que parecen destinados a alcanzarnos irremediablemente. En la obra Gravedad artificial (2004) el estadounidense especializado en literatura adolescente, M. T. Anderson, nos presenta un futuro desolador hacia donde parece que vamos viento en popa.
La historia que va de un futuro donde un transmisor conectado al cerebro directamente les dice a las personas qué hacer, comó sentirse y en qué pensar (publicidad principalmente). Titus, un adolescente privilegiado, conoce a Violet, una chica que parece estar más consciente de lo caótico de la situación que se está viviendo y le cambia su forma de pensar a Titus, mientras viven su historia de amor adolescente. La narrativa de Anderson hace un maravilloso trabajo al mezclar la historia de amor y rebeldía entre los personajes principales, pero nunca dejando de lado la construcción del mundo futurista en el que se encuentran y el marcado contraste entre cómo viven las distintas clases sociales, el colapso climático total donde se derriban árboles y parques para hacer fábricas de aire, hasta las grotescas modas que se adoptan entre adolescentes; sin embargo, el transmisor que los mantiene sometidos es quizá el mejor elemento de la historia, un aparato destinado a seguirles vendiendo constantemente a las personas y donde el conocimiento de historia, arte y demás elementos humanistas pasan a un plano completamente secundario, entremezclando los mismos sentimientos de las personas con la necesidad de comprar compulsivamente, esto lo refleja con genialidad el autor en la parte final de la obra. Quizá el transmisor no sea tan alejado de lo que sería tener el celular dentro de la cabeza en vez de en la mano.
El mundo de Anderson no da lugar a la esperanza; el protagonista no trata de cambiar ese mundo, se resigna a estar ahí, los intentos de rebeldía de resistirse a la maquinaria de Violet terminan haciéndola colapsar; no se busca salvar el mundo, solamente la resignación de vivir en éste hasta que esto termine por derrumbarse. La gran duda que parece hacerse presente es… ¿nos basta con ser espectadores del colapso de nuestro propio mundo?