Hasta el final
Por Andrea Caballero:
La música nos ha salvado una vez más. No hay día, mes, estación, año o temporada en que no haya dejado su huella en cada una de las personas que ha pisado esta tierra; es más, quizá cada ser primigenio, en los sonidos más primitivos, convulsivos y oscuros, encontró un ritmo que lo arrulló como una madre entre los climas extremos, los colores que no tenían nombre, entre lo pegajoso del nacimiento del mundo y los rugidos de Dios en plena creación.
Así pues, la música es un saber que habita entre y en nosotros, que se teje en nuestro ADN, y que en buenos y malos humanos es ingrediente esencial, sea a causa de un ritmo simple o de algo tan intrincado que sólo un superdotado puede entender. Ella es leal, es una aguerrida protectora que nos aleja de ese tipo de locura que desea aplastarnos como un tacón a un frágil huevo caído del árbol, o quizá no nos aleja de ésta, pero sí nos acompaña sin juzgar, abrazándonos de lejos, pero fuerte.
Entonces, ésta se convierte en un amuleto que nos acompaña en un pasillo oscuro y húmedo como en Aura de Carlos Fuentes, y justo ese pasillo se llama cuarentena y aislamiento, o lo que sea que entendamos por esos términos en pleno 2020. Derivado de lo anterior, me di tiempo de apreciar, reencontrar y descubrir dos o tres cosas que quizá otros saben de mí, pero yo no; por ejemplo, que Igor Stravinsky me mata, me seduce, me despedaza, y luego me arroja a una acera mojada donde mis rodillas estallan y sangran, para después ofrecerme un lugar a lado de su chimenea, donde los troncos arden. Me desintegro en medio de la estridencia de sus composiciones, me convierto en el ave de fuego, y por vez primera me enamoro de la primavera, fantaseo en cómo Igor creaba pensando en su dura, pero fina amante Coco Chanel y cómo ella derretía un costado de su helado corazón al ritmo de él.
En otro cuarto oscuro de mi mente, circula casi obsesivamente la música de una de mis bandas favoritas, Depeche Mode, en especial una canción que me mueve todo, Behind the wheel. Ésta siempre acompaña mis romances idóneos, de ensueño, porque no existen; bueno, algunos quizá sí. Ahí mismo, yo estoy vestida completamente de negro, una falda corta de cuero, un sueter, unas medias, botas altas, e incómodas, pero que me alejan de la miseria del suelo; también llevo labial rojo para marcar todo a mi paso, por ejemplo, el cigarro que fumo o mis dedos. Tengo frío y eso está bien, es más, me gusta; la música es lejana, pero presente; y esa persona que es objeto de mi todo y mi vacío me cuenta algo que encuentro digno de una noche especial y pesada en Studio 54. Yo me río y me imagino compartiendo otras madrugadas a su lado, para jamás decirle que me muero por él, que lo quiero y que no quiero que se vaya; pero no, sólo me río, le hago una broma que igual es un poco pesada, nos reímos y volvemos a donde sea que hayamos estado.
También hay un espacio fresco y luminoso, un lugar que me fascina, me libera y me hace pensar en un vaso de soda de cereza o en una copa de champagne helada y cristalina, a eso yo le llamo pop.
Cuando me encuentro ahí, Marina and the Diamonds me dan consejos sobre la vida, las citas y cómo ser toda una it girl. Me convierto en lo que jamás he sido, una chica sonriente, que huele a cereza, que conversa fácilmente y se viste divino; me río y sigo viviendo mi fantasía. ¡Ah!, pero Marina no es mi única compañía, porque un dúo francés llamado Paradis se cuela muy seguido en mis pensamientos, me envuelven con sus acentos románticos, pero sonidos frescos, me hacen desear una tarde en la playa o una noche en un bar de música selecta, no estoy segura, al final de cada canción me enojo y pienso en que jamás los veré en vivo porque decidieron separarse; se me pasa y los vuelvo a cantar con mi frances que es una afrenta para quien sea que me escuche.
Después se encuentra ese lado al que simplemente clasifico como electro, y que ahora invade todas mis playlist. Busco al azar canciones de hardbass eslavo, deseando instantáneamente que sea sábado o viernes por la noche antes de la pandemia para así ir al spot elegido y bailar según los beats se sientan, esperando que la noche se alargue y que nada ni nadie pueda arruinarla. También, sin que nadie me vea, bailo, lloro y me río con la lista de Hercules and Love Affair que me he creado. Cada una de esas canciones representa algo para mí, aquí no me imagino nada, aquí no fantaseo, sólo recuerdo y añoro, aunque a veces también prefiero olvidar.
En lo más profundo, en los momentos más íntimos, atesoro a una mujer que seduce con su voz, su música y su presencia: Nomi Ruiz. Le doy play a su canción White Horse y ya no estoy donde antes estaba; en cuanto su voz suena voy a mi lugar feliz, a ese que verdaderamente deseo. Mi cuerpo se convierte en armonía y me pierdo, no hay más que yo y mis deseos, todo cede, y los mojigatos no importan, es más, ¿quiénes son? La noche brilla y yo con ella; ya no me esperen porque no voy a regresar.
Al final, pensando en cada disco, single, cantante, beat, letra y melodía me sitúo por puro placer al borde de la locura, tratando de apreciar cada uno de estos elementos antes de que éstos me exploten en las venas. Recuerdo cada uno de los momentos en que éstos han dado un toque excepcional, o en los que no han sido absolutamente nada, pero que gracias a la música no han sido un desperdicio total. Al mismo tiempo vienen a mi mente todas, absolutamente todas las personas que se han convertido en canciones, para bien o para mal, y que seguramente si leen esto sabrán a quién me refiero y con qué me acuerdo de ellos. Me angustio porque el tiempo no perdona y eso significa que eventualmente ya no podré escuchar más música, y ésta tampoco podrá salvarme. Entonces respiro y me digo que la noche es joven, que pronto reviviré los recuerdos y a los muertos, y que con aquello que creo que es amor crearé nuevos soundtracks para mis experiencias y fantasías.