“I looked like an angel, but I was a fiend inside”…

Por Mery Molina:

Esto es lo que Lee Miller pensaba de sí misma después de haber abandonado su vida como reportera fotográfica y retirarse a vivir a una granja en Sussex en 1947. Ahí guardó los cientos de negativos y hojas de contactos en una caja en el desván, donde quedaron escondidos hasta que, tras su muerte en 1977, los encontró su hijo, Antony Penrose. Junto al material fotográfico también descubrió varios diarios que le hicieron comprender el porqué de la atormentada, y a veces cruel, personalidad de la mujer a la que nadie sabía decirle no.

Así fue como la norteamericana Elizabeth Lee Miller logró desembarcar junto a las tropas aliadas en Normandía como corresponsal de guerra para la revista Vogue. Que una publicación de moda cubriera la guerra contra Hitler enviando al frente a una exmodelo vestida de combate no era muy común que digamos. Pero ella no era una modelo cualquiera; de hecho, se trataba de la primera mujer que pasó de un lado de la cámara al otro.

En su América natal se dio el lujo de convertirse en la primera Chica Kotex, es decir, la imagen del “escandaloso” primer aviso de compresas femeninas que apareció en una publicación conocida en ese entonces como ¨La aristocracia de la moda¨ —eso sí: fotografiada por el Edward Steichen—.

Cuando el canto de las sirenas del Río Sena la atrajo hasta París, tras mucho insistir, primero fue aprendiz y luego amante de Man Ray. Si buscas este dato en Wikipedia, es probable que lea que ellos fueron los que inventaron el proceso técnico de solarización (que consiste en sobreimprimir el negativo al positivo), cuando en realidad fue ella quien lo descubrió en el laboratorio, por error. Es correcto, sí, que él estaba obsesionado con su belleza hasta tal punto que fragmentó y diseccionó su cuerpo con la cámara, pero no pudo conseguir exclusividad. Lee era un ícono de la vanguardia artística parisina y del movimiento surrealista, y era infiel.

Sus amigos eran Pablo Picasso y Paul Eluard. Para Jean Cocteau ella representaba lo inalcanzable, como la estatua de Le sang d´un poète, que cobra vida y está inspirada en Lee. A ese tiempo agitado le siguió un período de calma. Se casó con el empresario egipcio Aziz Bey y se mudó a El Cairo. Pasatiempos comunes y corrientes como los de cualquier mortal buscó para pasar sus días: coleccionar serpientes y amantes, correr carreras nocturnas de camellos por el desierto, organizar con sus amigos carreras de saqueo en las excavaciones arqueológicas, que consistían en robar piezas de una pirámide para plantarlas distraídamente en otra. Aburrida de su rutina, regresó a París donde conoció a su futuro marido, el crítico y coleccionista de arte Roland Penrose.

Durante el bombardeo de Londres, Miller convenció a Vogue de hacer producciones de modas en la calle, entre los escombros. Posaba y se tomaba las fotos ella misma en las calles. En el material que le entregaba a la revista, la modelo y los vestidos eran sólo una excusa, sólo importaba registrar el telón de fondo.

Una de sus imágenes más poderosas es la de una iglesia bombardeada, de cuyo pórtico emerge una cascada de escombros como si fueran feligreses a la salida del oficio dominical. Ése sí que fue un material de lujo para la revista Vogue. Pero no se esperaban lo que sucedió después.

A fines de abril de 1945, Miller entró junto con las tropas aliadas en el campo de concentración de Dachau. Esa misma tarde, junto a su amigo y amante Dave Scherman, fotógrafo de la revista Life, consiguió forzar la entrada de la residencia secreta de Hitler en Munich, sobre la Prinzregentenplatz (según dijo después, llevaba anotada la dirección desde que había desembarcado en Normandía).

Envió a Vogue dos rollos de fotos realizados esa jornada: en el primero se veían imágenes estremecedoras de cuerpos famélicos apilados unos encima de otros, con los ojos aún abiertos y la mueca de la muerte deformándolos. Le rogó a la revista que tuvieran el coraje de publicarlas y que titularan la nota con una sola palabra en tamaño catástrofe: “CREANLO”. En el otro rollo, enviado por equivocación, se veía a Miller desnuda en la bañera de Hitler; en el piso, a sus pies, sus borceguíes embarrados y su uniforme de combate.

Cabe aclarar que en el momento en que ella trataba de que el agua desprendiera de su cuerpo los horrores de Dachau en la bañera de Munich, llegaba desde Berlín la noticia de que Hitler se había suicidado. Un fotógrafo actual las exhibiría juntas en díptico, y el curador de dicha muestra nos explicaría cómo “dialogan” ambas imágenes, pero aquélla no era una época de dualidades dialógicas sino de dicotomías antagónicas. Y así Miller quedó en la historia no por las fotos que tomó sino por la imagen que la muestra desnuda en la bañera del Führer.

La hipocresía de los años 50 no era para ella, o quizá la culpa fue de la guerra, de lo que había visto de la guerra. A los cuarenta años tuvo su único hijo con Ronald Penrose, un admirador británico de los surrealistas que era homosexual hasta que la conoció y volvió a serlo después de probar en carne propia cómo era la vida junto a Lee, en una granja en Sussex. Para entonces, ella ya se había desentendido de la fotografía casi tanto como de su hijo.

El hallazgo de su trabajo (cerca de cuatrocientas copias de las fotos que consideró lo suficientemente buenas como para revelarlas y más de treinta mil contactos y negativos) le dieron post mortem el respeto que buscó infructuosamente en vida. Sólo había copiado sus fotos del desierto egipcio, de Londres bajo las bombas y de su paso por la guerra europea; pero entre los contactos también se encontraron tesoros como una toma de 1930 de Picasso, Man Ray y ella misma (como ninfa desnuda) imitando el Almuerzo sobre la hierba de Manet.

Todas las biografías sobre Lee Miller, incluyendo la que escribió su hijo, repiten en forma escalofriante que fue violada a los siete años por un amigo de la familia, supuestamente nunca identificado. También dicen que su padre la fotografió desnuda desde la infancia hasta el fin de su adolescencia y que a los catorce vio cómo se ahogaba delante de sus ojos un chico que quería atraer su atención. Su muerte pasó sin pena ni gloria, y quizás uno de los epitafios más rigurosos para leer sobre ella lo expresó Man Ray cuando vio las imágenes en Londres durante la guerra, ésas en las que Lee Miller posaba y se fotografiaba ella misma, vestida de largo, con los escombros producidos por las bombas a su alrededor: “Así exactamente es como la veía yo, y como la veíamos todos los surrealistas”.

Ella no pensaba lo mismo. Encerrada en un cuarto de hotel en París después de la guerra, rodeada de botellas vacías de ginebra y frascos de dexedrina, le escribió a su amigo Scherman:

“No hay retrato posible de mí. Soy un rompecabezas húmedo cuyas piezas hinchadas no encajan. Por eso voy a dejar la fotografía: para que ella me deje a mí”.


Fotografías: Lee Miller

https://www.leemiller.co.uk/

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