La buena escritura
Por María del Carmen Rivero Quinto:
Hace unos meses falleció el historiador mexicano Enrique Florescano. Según el autor de La función social de la historia, la realidad pasada requiere de una buena escritura. Puesto que la historia es por naturaleza una narración, y por tanto se escribe (aunque esto no siempre haya aplicado para todas las sociedades), es obligatorio que esté bien escrita ya con la intención de llegar al gran público, ya porque se trata de una materia explicativa. Este requisito es, desde su perspectiva, el sello distintivo de las obras historiográficas que se consideran clásicas.
Enrique Florescano en 1960.
Florescano se detiene en el gran debate que surgió en el siglo XIX y dice que los novelistas de ese periodo le dieron al historiador, de manera no intencional, una lección de cómo escribir historia, pues por varias razones se considera al decimonónico el siglo de la novela:
Al mencionar los grandes desafíos que las obras de Stendhal, Balzac, Flaubert y Tolstoi arrojaron a la cara de los historiadores, éstos no sólo reaccionaron con una mejoría en la composición y el estilo de sus obras, sino con un replanteamiento radical de la presentación de los actores, los temas, los escenarios y contextos que integran el relato histórico. Desde entonces, los historiadores no sólo exploraron nuevos temas, métodos y arquitecturas para relatar el pasado, sino que vieron en las creaciones literarias textos impregnados de historia (Florescano, 2012, p. 275).
Con ello, la crisis de la historiografía, que más adelante se acentuará con el posmodernismo y los distintos giros, encuentra aquí uno de sus antecedentes. Otro historiador, Paul Veyne, es más enfático y preciso al sostener que la historiografía no puede resumirse a una cuestión de estilo o a una lección de retórica del conocimiento del pasado, pues reduciría la historia a un análisis del discurso y dejaría de lado la labor de la búsqueda de fuentes y la explicación, pasos fundamentales del quehacer de la ciencia histórica. Estos esfuerzos metodológicos por explicar el pasado relatándolo no minimizan el hecho de que la labor del historiador tiene un carácter distinto al del quehacer científico, pues aquélla es un intento siempre inalcanzable por reproducir o replicar la realidad que ha dejado de ser, Ricoeur dixit.
Otro aspecto interesante sobre la cuestión de escribir la historia se centra en la correspondencia entre quien escribe y quien firma el texto histórico, es decir, a quién reconocer (o no) la gracia de la escritura. Para los estudios literarios, la distinción es clara y necesaria: uno es quien firma, el escritor, y otro es quien cuenta, el narrador, una función del texto antes que un avatar del autor, otra función textual más, muy distinta del que pone su nombre en el manuscrito o en la portada.
En el texto histórico, en cambio, la relación es inmediata. Si yo leo: “Los escribas eran artesanos apreciados por sus habilidades y oficio, pero no los autores de los textos. No había la costumbre de conservar el nombre de los escritores de los textos”, en el momento en el que lo hago, no debo hacer distinción alguna: quien sostiene o me explica esto es Enrique Florescano, el historiador, el que firma el libro titulado La función social de la historia, no es sólo una función narradora.
Sin embargo, si se ha sostenido que la historia es una forma de narración, entonces la lógica diría que ésta tiene un narrador, alguien cuya función es contar cómo eran concebidos los escribas, por ejemplo, y cuál era su función en las sociedades que desarrollaron la escritura. Pero su capacidad narrativa está limitada por la información proveniente de las fuentes de naturaleza diversa y mediada por modos de representación que aproximan al historiador a la realidad que trata de explicar, en este caso, los escribanos; esos modos pueden ser, por nombrar un par de casos, el marxista o el rankeano.
Algo persiste del narrador literario en el narrador del discurso de la historia, a pesar de todo. Jano, ¡abre tus puertas y protégeme de la ira de los expertos! Se trata de la capacidad de estructurar el discurso, de elegir una narrativa que sostenga la coherencia de la exposición y permita el flujo ideal de la información que se obtiene de las fuentes, de tal modo el historiador tiene varias formas de tramar su relato. ¡Lo impensado, Jano!, pero tu mirada bifronte ya lo había visto posible.
Este tramar depende de la conclusión que el historiador desea para su texto: romántico, irónico, trágico o dramático. Esto es parte de la propuesta que hasta la fecha mantiene dividida a la comunidad de expertos en el estudio del pasado y que propusiera, en la segunda mitad de la década de los años setenta del siglo XX, el historiador americano Hayden White. La propuesta no resulta tan descabellada si lo que se pretende es dar un relato verídico del pasado ajustado a un tipo de discurso funcional para la información que se obtiene del procesamiento de las fuentes.
El narrador de Historia de dos ciudades tiene una función textual, dispone el orden de la trama, fractura el orden temporal en el discurso, hace omisiones o adelanta información cuando le parece pertinente. En este sentido, los formalistas rusos, a decir de Tzvetan Todorov, veían en la deformación temporal el único rasgo del discurso literario que lo distinguía del de la historia. El narrador de El queso y los gusanos, en cambio, también tiene como propósito contar algo, pero su función es social. Los pueblos “requieren como ancla de sobrevivencia un conservador de sus experiencias vitales y un transmisor de ese legado a las generaciones futuras”, concluye Florescano.
Las ideas anteriores adquieren un sentido práctico en la siguiente anécdota. “Todos los historiadores deberían leer literatura”, sentenció un colega a una exalumna que me compartió la lección. Esta recomendación no iba sólo en el sentido de leer literatura para escribir con estilo, sino porque, justificaba el profesor, “si usted está estudiando el siglo XVII, por ejemplo, en sus vacaciones debería leer la literatura de ese siglo. Así comprenderá mejor el pensamiento de la época y el objeto de estudio que usted haya elegido”.
Lo que mi colega, un historiador, quería decir (¡Jano, tú viste eso!) es que la narración literaria, en tanto modo de representar la realidad mediante un relato verosímil, también proporciona un conocimiento del pasado, del presente, del futuro (¿o no es así, Jano, que la ciencia ficción y sus premoniciones nos advertían de la inteligencia artificial?) y de las temporalidades simultáneas (si tú sabrás de esto, dios de los tránsitos).
De tal modo la picaresca de los siglos XVI y XVII rebela al historiador y a todos los seres humanos, a través de la figura del pícaro, el abismo entre las clases de los nobles y de los siervos. En las soledades lopianas, sufre el ignorante soberbio y nos advierten de los peligros de un necio que con falsos argumentos nos dirá que somos nosotros los faltos de razón, y cualquier hombre, el historiador incluido, confirma, por gracia de la comedia de Calderón de la Barca, la máxima de que la vida es sueño y los sueños, sueños son.
Este mes se celebra el libro, ese objeto del que el científico y divulgador de la ciencia Carl Sagan dijera que es la muestra de que la humanidad es capaz de hacer magia. El 23 de abril fue declarado por la UNESCO el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor. Este día también debería incluir en su festejo a quien nos diera la posibilidad de preservar las ideas por escrito, replicar y compartir el libro, Gutenberg, a sus predecesores y a sus seguidores.
La fecha conmemora los fallecimientos del anónimo soldado español, convertido en novelista inmortal, Miguel de Cervantes, autor de Don Quijote de la Mancha, y del teatrero inglés William Shakespeare, autor de Macbeth. Las obras de ambos escritores iluminaron con fulgor el llamado Siglo de Oro de la literatura, esto es durante el Renacimiento.
De ambos escritores se cuestiona su existencia, aunque de Shakespeare se dice que tuvo hasta tres hijos de los que se pueden comprobar sus respectivas nupcias o ubicar su vida entre los reinados de Elizabeth I y Jaime I, mientras que del oriundo de Alcalá de Henares un grupo de científicos e historiadores afirma haber encontrado sus restos en un nicho del convento de las trinitarias en Madrid, aunque el retrato que de él se conoce parece no ser más que la suma de un imaginario, el deseo de ver el rostro de quien nos diera consuelo con su Caballero de la Esbelta Figura. Si bien gran parte de sus vidas permanece en la oscuridad, lo cierto es que de ambos escritores es más ferviente el mito que la realidad, y en las obras de estos autores la historia también es un personaje.
Don Quijote y la historia
En vida, “El Manco de Lepanto” no acarició la gloria, pero sí tuvo un tesoro inagotable: su contacto con la gente. Soldados, presos, ladrones, campesinos, barberos, árabes, moros, bereberes, judíos, fieles cristianos, libreros, doncellas, caballeros, mesoneras, viudas…, la sociedad del siglo XVI español y europeo, posible de contrastarse en libros como los de Ginzburg, por ejemplo, concentrada en el universo de un hombre que enloqueció por leer demasiados libros de caballería, el oficio de moda en la época.
La crítica estima a Don Quijote una novela autobiográfica porque en el prólogo al lector de la segunda parte, el supuesto autor se autorrefiere al mencionar su manquedad y al amenazar con un posible juicio, o al menos con una injuria, al osado que publicara el apócrifo de su personaje. Para ratificarse como autor, Cervantes autocita otras de sus obras próximas a editarse, la Galatea o el Persiles entre ellas.
En las andanzas por las páginas de los dos tomos de Don Quijote se obtiene información que habla del hombre de su época. Así, cuando el caballero andante sentencia que es “la mesma experiencia” la madre de todas las ciencias, tenemos un ejemplo de la historia de las mentalidades, o cuando el caballero de La Mancha estima que una muela sana vale más que un diamante, nos encontramos con notas de la historia de la vida cotidiana.
William Shakespeare y la historia
Los expertos dividen su vasta producción teatral en varios grupos. Las obras de corte fantástico como Sueño de una noche de verano, las de tema amoroso, como Romeo y Julieta u Otelo, y las históricas, el conjunto más extenso. Este grupo se subdivide, a su vez, entre las que hablan de las dinastías inglesas, Enrique IV, por ejemplo, y las que hablan del trono danés, el caso de Hamlet.
Luego de probar con la llamada historia dramática, el poeta inglés llegó a la tragedia. Al igual que Cervantes, el mosaico de personajes de Shakespeare lo proyecta como un conocedor de los misterios humanos: reyes y locos, asesinos y enamorados, pastores y verdugos, bandoleros y brujas, hadas y fantasmas, moros y protestantes son los informantes que dan vida a sus obras.
La tragedia es el género idóneo para la historia. En los diálogos de los personajes con cargos políticos o públicos, o de los hijos de dinastías sajonas, es posible leer el desarrollo de la historia de las coronas europeas. Lear es rey, Otelo, general de la república, y Hamlet, príncipe heredero. Esta última es mi favorita. ¡Ah, Jano, si las espirales meditativas que impiden la acción se deshicieran con palabras! Esta tragedia, compuesta hacia 1601, está basada en varias fuentes, entre ellas una historia dánica del siglo XVII o largas baladas que llevaban de boca en boca la leyenda de un rey fantasma que reclamaba venganza.
La tempestad (1610-1611) está registrada como la última tragedia que Shakespeare escribió. Para la literatura de los pueblos angloparlantes, este texto es fundamental por su tema: la colonización británica. Próspero y su hija Miranda naufragan y llegan a una isla en la que encuentran a un personaje extraño para ellos, un nativo llamado Calibán, a quien el mago hace su esclavo.
La duda sobre el día de la muerte de ambos escritores aún sigue siendo un debate. Algunos dicen que Cervantes murió el 22 de abril otros, que el 23 de abril de 1616, mientras que de Shakespeare se especula que dejó viuda a Anne Hathaway y que nació y murió el mismo día, el 23 de abril, aunque hay quienes estiman que murió el 3 de mayo de 1616. La celebración, entonces, romantiza estas fechas.
El santoral del 23 de abril está dedicado a san Jorge. La leyenda dorada resume una historia de caballerías, de esas que enloquecieron a mi señor don Quijote. Un dragón tomó el pozo de agua que abastecía a una aldea ubicada al parecer en Beirut. Para alejar al dragón, la gente le ofreció primero diamantes, luego ovejas, y cuando éstas escasearon, le ofrecieron hermosas doncellas. Una de ellas era la hija del rey. Cuando iba a ser devorada por el dragón, Jorge apareció, mató a la bestia y salvó a la princesa. Esta es otra leyenda que ilustra el triunfo del cristianismo en tierras paganas.
La cruz de Jorge aparece en varios escudos y banderas. En España, ese día se celebra al santo por su aparición y en tanto un símbolo de los enamorados, por lo que las mujeres reciben como obsequio una rosa y los hombres, a cambio, un libro. “Una rosa para el amor y un libro para la eternidad”, dice el refrán de ese día. La razón y la pasión, la imaginación y la fragilidad, la historia de la vida cotidiana y la literatura de caballería puestas en estos elementos.
La buena escritura es difícil de conseguir, Jano, si lo sabré yo que me impuse el reto de redactar esta columna contigo como emblema de la relación historia y literatura y con la intención de divulgar los contenidos de estos saberes, empresa nada sencilla, pero a la que me han ayudado a mejorar mis entrañables tres lectores (¿o son más, Jano?, no escucho sus voces). A ellos, Adán, Mariano y Noé, les pido que tomen entre sus manos estas líneas como si de rosas se tratara porque con su mirada bondadosa, con el tiempo que dedican a leer(me) y con sus comentarios, que son mi mejor guía, ayudan a esta columnista a domeñar al dragón de la escritura.
Fuente citada
Florescano, Enrique. La función social de la historia. Fondo de Cultura Económica, 2012.